Decía la inolvidable María Casares, probablemente una de las actrices más grandes de la historia del teatro, que no podía separar el teatro de la vida y la vida del teatro porque sin vida, sin haber vivido, no se pueden expresar las emociones o los sentimientos. Y hoy, cuarenta años después, quien nos recuerda esta realidad es una joven poeta, Elvira Sastre, que sabe que solo de lo vivido, de lo intensa y profundamente vivido, nacen los versos. La poesía habita en ese no lugar sin tiempo que nos hermana, que nos acerca, que nos hace intuir lo que somos. Pocas personas como Elvira Sastre son capaces de bucear en su yo más profundo para hallar la palabra que expresa lo que tú y yo sentimos, lo que tú y yo sufrimos, lo que tú y yo somos. Esa es la grandeza de la
poesía. Puede que quien escribe una novela se escude detrás de sus personajes, pero quien escribe un poema sabe que eso no es posible porque la misteriosa transparencia de los versos solo permite que entren en su universo quien los escribe y quienes los leen o escuchan. La comunión de emociones y sentimientos que provoca la poesía no admite trampa ni cartón. Poco o nada importa que escribas tus versos en primera, segunda o tercera persona. Nacen de lo más hondo de ti y llegan a lo más hondo de mí. Esa es su grandeza. En lo único que se parecen los personajes de una obra de teatro a los versos de cualquier poema es que son ellos quienes nos encuentran, que de nada sirve buscarlos o ir tras ellos. Habitan en otro mundo del que, solo cuando quieren, se dignan salir para acercarse a nosotros y, si dejamos que nos posean, cobrar vida a través nuestro.
Erik Fosnes Hansen poco después de publicar su inolvidable “Himno al final del viaje” dijo en la presentación de su segundo libro en Barcelona que el escritor es un mago capaz de transportar al lector a un universo imaginario tan solo con el uso de la palabra. Que el buen escritor era capaz de llevar a su lector, cómodamente sentado en el sillón de su casa o apretujado de pie en la plataforma de un vagón de metro, a ese universo compartido del que las palabras tienen la llave. Contaba que si tú escribes “ el tranvía subía lentamente por la cuesta” el viaje del lector no será muy largo, intenso y memorable, pero que si escribes “el viejo tranvía azul, con su descolorido anuncio de Coca Cola en su costado, subía renqueando entre cansados lamentos la estrecha cuesta que le separaba de…” quien lea esas palabras verá a ese tranvía y escuchará su triste lamento trasladándose inmediatamente a las empinadas y estrechas calles de esa ciudad anónima que, sin embargo, le resulta tan conocida.
En el teatro sucede algo parecido. Si en un momento de la representación aparece en el escenario un precioso caballo banco, todos los espectadores verán el mismo caballo, pero si en lugar de eso es uno de los personajes quien habla de un caballo blanco, cada espectador verá un caballo diferente, su propio y maravilloso caballo. Esa es la magia de la palabra, su infinito poder de evocación, de transportarnos. Y la poesía es la esencia de la palabra, la unión carnal de la palabra con el silencio, el sempiterno encuentro de las luces y las sombras que nos habitan y nos fecundan a diario para hacer que seamos quienes somos.
Elvira Sastre desnuda su alma en cada uno de sus versos, pero no lo hace para que la admiremos o la adoremos, sino para ser ese espejo en el que podamos vernos reflejados. Ella es espejo, espejo de lo que somos, de lo que sentimos, de nuestro dolor y nuestro sufrimiento, de nuestra alegría, de nuestras pasiones, de nuestros secretos… Ahí está la grandeza de quien escribe versos, ser lo suficientemente valiente e inmensamente humilde como para traernos desde su yo más profundo lo que es. Es la esencia desnuda de su alma la que, a través del misterio de la palabra, hace que nos veamos reflejados en lo que escribe. Por eso Elvira Sastre tiene miles de seguidores en todo el mundo que llenan los teatros donde ella lee sus versos. En un mundo inestable, duro e incierto como el que nos ha tocado vivir necesitamos vernos reflejados para saber que, a pesar de los pesares, seguimos vivos, seguimos amando, seguimos soñando… y al hacerlo sentir que no estamos solos. Poeta es quien conoce y ama la palabra, quien reconoce en ella el misterio que la habita, que nos habita. Otra de nuestras más grandes poetas, Carmen Castellote, la última poeta viva del exilio republicano, escribió hace ya décadas un verso que en el desangelado océano de la superficialidad, el sinsentido y la inmediatez en que vivimos hoy tiene más fuerza que nunca: “la palabra es un remo perdido en el mar” Eso es lo que ella, Elvira y tantas otras poetas nos dan con sus versos, palabras a las que aferrarnos para que nos salven de este colosal naufragio.
Elegí un poema de Elvira para que fuera el penúltimo de los vídeos que subí cada uno de los cien días que estuvimos confinados. También quiero que sea ese poema quien cierre esta que es la penúltima entrada que subo a este blog que, tras once años ininterrumpidos de subir una entrada cada semana, tras esas maravillosas quinientas setenta y cinco etapas que tanto me han dado, llegará el próximo domingo al final de su viaje.