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Alma Mater (InSyriaTed)

Cuando el horror se hace cotidiano, cuando solo nos queda huir o resistir, cuando la muerte llama a diario a la puerta de tu casa, es cuando surge tu yo verdadero, ese yo que desconoces aunque siempre ha vivido en ti. No puedes comprender nada de lo que pasa a tu alrededor, todo es ajeno y carente de sentido, ya te no queda nada donde aferrarte, un insoportable olor a ceniza, sangre y muerte lo invade todo. Es el horror de la guerra, el desgarrado silencio de una guerra que no entiendes, la espera sin tiempo que te rodea y aísla, que se apodera de tu vida y de todo lo que amas, una guerra que jamás pensaste que podría llegar a producirse y que hoy sabes que ya nunca acabará, una guerra que, como todas, te lo ha robado todo. Eso es lo que refleja, como pocas veces se ha hecho, “ALMA MATER, InSYRIAted”, la última película del belga Philippe Van Leeuw. La película nos cuenta lo que son veinticuatro horas en cualquier barrio, de cualquier ciudad, de cualquier país en el que, sin siquiera un por qué o tras un aparentemente insignificante cuándo, la barbarie ocupa las calles y se adueña de las vidas, de todas las vidas. No vemos las atrocidades que unos y otros cometen, tan solo las oímos, lejanas unas veces próximas las más. Toda la película transcurre prácticamente en el interior de una vivienda donde vive una madre de familia, esa alma mater que lucha porque su mundo no desaparezca, con sus hijos, su suegro y la mujer que le ayuda en el trabajo de la casa. De su marido solo conocemos su ausencia. Con ellos vive también una joven pareja con su bebé, vecinos del piso de arriba que han acudido a refugiarse en la última vivienda que queda con vida en el edificio.

Vivir encerrados en un piso con las ventanas cerradas y las cortinas corridas, con las puertas atrancadas por uno y mil cerrojos, sin agua y con luz a ratos, rodeados de francotiradores que a diario ejercitan su puntería sin importar a quien asesinan, con violadores, ladrones y asesinos que campan a sus anchas y merodean tu puerta… esa es la vida que hoy millones de personas viven en Siria y en otros muchos lugares del mundo, esa vida de la que unos pocos consiguen huir creyendo que les abriremos las puertas de nuestros países y nuestras casas, creyendo que los ideales que forjaron lo que debería haber sido Europa no han sido borrados por nuestro egoísmo, nuestro miedo y nuestra indiferencia. Consciente de nuestra ignorancia y de nuestra desidia, Van Leeuw coge la cámara para ponernos frente a esa realidad metiéndonos en ese piso como un refugiado más. Cree que el cine, el verdadero cine, puede ser una herramienta muy útil para ponernos frente al espejo de esa realidad que nos negamos a ver y ayudar a acabar con nuestra pasividad: “El cine intenta llegar a la gente de forma íntima, hace que puedas sentir e identificarte con los personajes de un modo que las noticias, la televisión o los documentales no logran… Parece una gota de agua en el océano, pero es una oportunidad de hacer algo… A veces siento un poco de vergüenza. Estoy con Hiam Abbass presentando Alma mater al público, ganando premios… Eso nos alegra, pero un poco también nos crea un conflicto porque estamos hablando de cosas muy reales. Por ejemplo, durante la presentación en la Casa Árabe de Madrid había una mujer siria entre el público. Se levantó para decirnos que la pantalla mostraba exactamente situaciones que ella había vivido. En fin, la existencia de la película está entonces justificada…”

«Al hacer esta película quería centrarme en describir la presión que padecen estas personas, no se trataba de buscar responsables, especialmente en esta guerra en la que la amenaza puede llegar de cualquier parte y las alianzas entre unos y otros cambian cada día” De Leeuw solo necesita los dos primeros minutos de la película para introducirnos en esa agobiante atmósfera en la que todo va a desarrollarse. Un magistral movimiento circular de cámara nos lleva desde una omnipresente ventana de cortinas corridas que niega lo que esconde pasando por la cultura que yace dormida en las estanterías de esos libros que parecen haber nacido allí, a la oscuridad impenetrable de esa puerta de cuyo cierre pende la vida. Allí, en esa densa atmósfera sin tiempo barnizada del color de la tristeza, vemos a un hombre fumar. Humo, soledad y silencio que se repetirán en el plano final de la película para recordarnos que la vida cabe en veinticuatro horas, y que el nuevo día, cada nuevo día que se nos permite vivir, no es más que una oportunidad para no sucumbir ante el desánimo y la desesperación manteniendo lo único que jamás debemos permitir que nos roben: la dignidad.

“ALMA MATER, inSYRIAted” es una película que nos relata los horrores de la guerra sin mostrárnoslos, permitiendo que intuyamos su proximidad y su terrorífico poder, y lo hace mostrándonosla desde la vida cotidiana de las mujeres en las guerras, esas mujeres que jamás desfallecen en su lucha por su supervivencia y la de los suyos, que sacan fuerzas de donde no las tienen y que encuentran ternura donde nunca nadie la había visto antes. Lo hace a través de ese monstruo de la interpretación que es la palestina Hiam Abbass que encarna a esta madre coraje capaz de todo por defender a los suyos y desde la figura de esa vecina que se refugia en su casa con su marido y su hijo que, con el derecho que les da la juventud y la defensa de un futuro amenazado de muerte, planean su huida para esa misma noche. La reflexión del marido, su profundo sentimiento de vergüenza por huir de su país y dejar abandonada la que hasta entonces ha sido su vida, es un sentimiento compartido por muchos de los refugiados que logran llegar a esa Europa que les cierra las puertas. Solo su determinación, una determinación que les empuja a enfrentarse a pecho descubierto a la muerte y a nuestra indiferencia, les hace seguir caminando hacia ese futuro que cada mañana han de crear.

“ALMA MATER inSYRIAted” nos plantea el hábitat en el que viven, ese piso asediado por todos los peligros, como una especie de matrioska, ese conjunto de muñecas rusas en el que cada una vive dentro de la otra. Así, las habitaciones de la casa son verdaderos mundos independientes donde cada habitante intenta encontrar su lugar, el espacio vital que la realidad y los sueños rotos le niegan. Y la muñeca última de esa gran matrioska, su corazón, es la cocina de la casa, esa cocina a la que todos corren a refugiarse ante la amenaza, esa cocina que cobija y da refugio, esa cocina en la que sobreviven abrazados a sus miedos. Solo la cocina ofrece la seguridad de la que las demás habitaciones carecen. Entre sus estrechas paredes entiendes que, a veces, la vida depende de la fragilidad de un candado o de la intensidad de un silencio porque en estos tiempos de crueldad, egoísmo y barbarie la frontera entre la vida y la muerte es la única que ha desaparecido de los mapas. Y lo entiendes porque, quizá, esa matrioshka es también una metáfora de ti, de lo que eres y de lo que dejas ver a los demás, de lo que sientes y de lo que has dejado que los demás conozcan de ti, de tus espacios de confort y de tus inseguridades, sobre todo de tus inseguridades, de todas tus inseguridades.

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