Rostros anónimos, efímeros paisajes del alma, lugares esculpidos por la memoria. Nuestra cara refleja nuestra vida, nuestras heridas iluminan nuestras arrugas. Rostros del mundo, milenarios paisajes de la Tierra, lugares cincelados por el olvido. Los paisajes reflejan nuestro vacío, nuestra ausencia oscurece la sombra de sus surcos. Y es ahí, precisamente ahí, en esos paisajes interiores habitados por la imaginación y la ausencia, donde Agnés Varda y JR se han encontrado. Encuentro de rostros y paisajes, de caras y lugares, imposible encuentro fuera de los límites de la creatividad y el genio de dos seres irrepetibles. Casi 90 ella, casi 30 él, casi mil nosotros, los demás, los que deambulamos por la vida en pos del retrato imaginario que nadie nos hizo.
Desafiando el tiempo, estas dos almas deciden unir su camino para acercarse a los marginados, los abandonados, los nadies, los olvidados, los invisibles… Juntos son capaces de iluminar el declive y la no existencia de colectivos condenados al olvido: mineros, agricultores, estibadores, los niños que jamás dejaremos de ser, los viejos habitados por la ausencia que pronto seremos… Juntos recorren los caminos de una Francia sin tiempo, una Francia de sueños rotos, una Francia que desaparece arrastrada por la economía y la globalización. En su viaje recorren poblaciones y paisajes por los que hasta el olvido se negó a pasar. Y lo hacen para llenarlos de luz, de alegría, de la fiesta de la imaginación y la creatividad sin límite. Solo a genios como a ellos se les ocurriría embellecer fachadas, rocas, muros, contenedores o trenes con los rostros anónimos de quienes viven en esos paisajes en una simbiosis mágica y efímera que durará la eternidad que vive en cada instante y permanecerá siempre en el recuerdo de quienes la vivieron.
Se acercan a una pequeña aldea para invitar a sus habitantes, pequeños y mayores, a dejarse fotografiar comiendo un bocadillo imposible; convierten la última fachada del último pueblo minero en una radiante cara que habla de lo que fue y de lo que pudo haber sido; la imagen de un campesino de hoy cubre la fachada de un granero de ayer; una mujer con sombrilla se sienta a contemplar la vida en la imponente fachada de un edificio rodeado por calles que vienen de ninguna parte y van a ningún sitio; un antiguo amigo ya muerto se sienta sobre los restos de un búnker junto a la orilla de un mar embravecido dispuesto a abrazarle; los rudos e invencibles estibadores son representados por la imagen de sus mujeres que dan vida a una inmensa montaña de contenedores que en silencio guardan nuestro vacío; los obreros de una fábrica se unen para volver a sentir lo que significa la lucha común, el anhelo compartido… Unos imponentes ojos lo contemplan todo desde los muros de unos depósitos de agua que jamás volverán a llenarse mientras los de la propia Agnés Varda parten pegados a un vagón con destino a recorrer los paisajes de ese futuro al que ella sabe que nunca llegará. El propósito de una película como «Visages, villages» es el de reivindicar el valor del encuentro, de lo humano. Como bien dice Agnés Varda: » A JR y a mí nos une el amor por la gente, pese a nuestra diferencia de edad compartimos un método y una visión. Somos personas muy urbanas, pero queríamos ir a ver otros mundos. Yo no he conocido la dureza de la vida rural, pero me fascina. En las grandes ciudades ya casi no hay vida. Todo transcurre, cada vez más, en las redes sociales. La interacción con los demás se produce sin contacto físico. Esta es una película que quiere restablecer ese contacto. Hemos querido crear una plataforma de entendimiento entre la gente, a partir del humor, la indulgencia y la capacidad de aceptar la diferencia del otro. La idea era poner en valor a gente que no tiene poder, escuchándoles y también haciendo esas fotografías gigantes. Intentamos a la vez ser modestos, porque los encuentros y las fotos son efímeros, y activos para comprenderles; pienso que crear vínculos es una sensación muy útil en un mundo caótico como en el que vivimos. Nunca he hecho películas sobre la gran burguesía, porque no me interesa filmarla. Siempre he estado del lado de los marginados, los forajidos y los arruinados. Siento más ternura por ellos…»
Todo es poesía en “Visages, villages” («Rostros, lugares»), un canto libre a la belleza, a lo efímero, a lo anónimo, a lo inmensamente pequeño, una invitación a que veamos la realidad desde otros ojos, con otra mirada. Es increíble lo que puede llegar a transmitir una simple foto de gran formato en blanco y negro (qué triste y monocorde sería la realidad sin el blanco y negro) Viendo esta película entendemos que los luthiers nunca han construido violines sino que los esculpen de los árboles donde habitan. Por eso, viendo estos paisajes interiores, esas calladas almas que todo lo dicen, entendemos que no somos más que el reflejo de lo que miramos, que la luz, el agua y el aire que esculpen la tierra son quienes en verdad nos habitan, y que somos nosotros, con nuestros sueños, nuestros amores, nuestras penas y alegrías, quienes modelamos el paisaje en que vivimos, ese paisaje que estuvo aquí antes de que naciéramos y que aquí seguirá después, mucho después, de que nos hayamos ido.