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Carmen Castellote, poeta del exilio

Salieron de España huyendo de la guerra y la derrota, de la muerte y el hambre. La mayoría creyó que aquel exilio sería solo por un tiempo, que las democracias europeas nunca consentirían una dictadura como la franquista. Pero no fue así, aquellas democracias dejaron a nuestro país en la estacada y permitieron que el franquismo se prolongase hasta la muerte del dictador. Algunos de los que salieron regresaron años después, muchos nunca lo hicieron. Muchos de los mejores poetas que ha dado nuestro país están aún enterrados en tierra extranjera. Viendo que Lorca sigue enterrado en una cuneta quizá es mejor que sigan así.

Entre los exiliados republicanos había escritores, artistas, científicos, cineastas, filósofos, músicos… Los países que les acogieron, con México y Francia a la cabeza, supieron reconocer y cuidar su talento. Fue allí donde publicaron una gran parte de su obra, y es allí donde son recordados y venerados. Aquí les condenamos al olvido, al silencio. La España de peineta, tricornio y luto nunca fue amante del arte y la cultura y se encargó bien de ningunearles y desaparecerles. Cuando algunos de ellos regresaron muchos años después creyendo que serían recordados y queridos,se encontraron con un país en el que eran nadie, unos compatriotas para los que ni siquiera habían existido. Una gran parte de ellos, y sobre todo de ellas, nunca apareció en los libros de texto. Hoy sigue sin hacerlo.

Los exiliados, los hijos e hijas del camino, marcharon con su soledad a cuestas. Atrás lo dejaron todo. Lo que fueron, lo que ya nunca serían…Y allí adonde fueron mantuvieron vivo el recuerdo de la España que habían perdido. Amigos y familia no cabían en una mochila donde no podían llevar más que recuerdos y sueños. Por eso, en su exilio, solían reunirse al calor de la llama del destierro. Necesitaban sentir que su vida había tenido sentido, que lo que defendieron era lo correcto, lo justo, que había valido la pena. A lomos del olvido recorrieron la geografía del mundo llevando sus versos y su palabra a quien la quisiera oír. Fueron pétalos de rosa echados al mar, mensajes de náufragos sin tierra ni playa a la que volver, poetas sin remedio que nunca se rindieron que dieron al mundo sus versos escritos en el alma, un alma que jamás dejó de ser republicana.

Hubo personas exiliadas a las que de España solo les quedó la infancia. Son los niños de la guerra. En 1937,ante la proximidad de las tropas franquistas muchos padres prefirieron separarse de sus hijos para intentar ponerlos a salvo. Fueron más de treinta mil los niños y niñas de la guerra, más de treinta mil los que partieron solos al exilio. Una de aquellas niñas, vasca como tantas otras, fue Carmen Castellote. La enviaron a la Unión Soviética junto a muchos más. Algunos volvieron, muchos nunca lo harían. Otros, al encontrarse de bruces con aquella España de la que nada conocían, decidieron volver a su segunda patria, a la que les había acogido y no olvidado. Carmen se educó en la URSS, pasó parte de su vida en Polonia y en 1960 fue a México, donde su padre vivía exiliado desde 1939. Ella, como todos los niños de la guerra, huyó de nuestra guerra y tuvo que sobrevivir, sola, a la europea. Tenía cinco años cuando escapó de Franco, nueve cuando Hitler invadió la Unión Soviética. Uno de sus poemas, “1941”, lo recuerda. Estos son sus versos finales:

“…Son nuestras todas las horas de la calle.

Gotean las estrellas sobre los cuerpos fríos.

La noche tiembla bajo la piel, en el costado,

como un reloj que se bate con el tiempo.

¿Por qué nadie me dijo que había una muerte

que es mía y no conozco?

No sé si llegaré a crecer.

Es mil novecientos cuarenta y uno

y en este año solo crece la muerte”

Carmen publicó su primer libro de poesía a los cuarenta años. Sus versos siempre hablaron de la infancia que le robaron. Pocos versos como los de ella expresan el sentir del exilio republicano español.

“LA GUERRA Y YO”

“Caminos, kilómetros de tiempo,

nada puede apartarme de la guerra,

de sus muertos escondidos en mi infancia.

Y la vida nada sabe de este hoyo,

abierto aquí, en mi corazón.

Beben tierra los ríos como antes,

las estrellas se persiguen en el mar,

el monte se hace altar para la nieve

y el sol deja que la sombra juegue contra el árbol.

Todavía los niños juegan a la guerra

y la flor es asombro y soledad.

Es tarde y quiero dormir,

pero la noche está llena de muertos.

Iza el miedo sus alas nocturnas.

¿Acaso es la guerra?

Quiero ser manos, muchas manos,

para matar la obscuridad.

Un rocío de luz entra en mi mañana.

Los árboles se embriagan de aurora,

los hombres cruzan el pasto húmedo de la noche,

madrugan los caminos, bosteza la calle.

Una mujer quiere barrer el nuevo día

con su vieja escoba,

y en la orilla de un colegio dos niños luchan

mientras los otros ríen.

Ya nadie habla de la guerra.

¿Qué hago con los muertos?”

ESCUELA DE TUNDRIJA

¿Habrá sol en algún sitio de la tierra?

Nosotros somos el frío de una escuela de Siberia,

que detiene la calle con su alfabeto mudo.

¿Cómo cabemos en tal cerrado frío?

Sin colchones, huérfanos cuerpo y cuerpo,

buscamos la última gota de calor,

que se duerme en la sombra vecina.

El miedo zarandea la puerta y las ventanas,

los ojos se suicidan en la noche.

Quizá en alguna parte el hombre duerma,

nosotros somos esta terca medida del frío.

Lloran aquí y allá, y no sé cuál es mi llanto.

Crece el invierno sobre la escuela nimia,

y cómo detener sus troikas

con manos que no nacen todavía.

Seremos fuertes con el habla, porque hablando

la noche es limpia fuga.

Pero tenemos el duro asalto del silencio.

Un viento nos rescata del olvido,

desde el tiempo llega el anatema

y una nieve callada es raíz en los cuerpos,

que obedecen y siguen a la noche.

El alba, en los cristales, persiste y hiere más.

Hay que empezar de nuevo la jornada

con los ojos desvelados en el frío.

El recuerdo nos lleva a la estufa,

fuera ya del triunfo del calor.

La calle está ahí, pero no es nuestra,

así, desarropados.

No hay comida; hay agua, manjar largo,

cuando los frutos duermen bajo la guerra.

Es nuestro plato, al que no llega el pan,

porque el invierno mata los caminos.

La novedad en la aldea es incendio.

Hablan de los niños que vinieron de lejos

y que duermen en el suelo de su escuela.

Por un instante, la nieve evade las ventanas.

Son los chicos de Tundrija atados al cristal.

Algunos nos asaltan con sus ojos mayores,

rompen el hielo que se asombra en los vasos,

nos ofrecen pepitas de girasol,

y nos preguntan si hay pan en nuestro idioma.

Las clases regresan a la escuela,

las viejas aulas despiertan su alfabeto,

junto a las camas que llegan, crecen los pupitres,

se despiertan los gritos de los pasillos.

¿Se ha escapado la nieve?

¿Qué ha sido de la escuela,

de los niños ausentes, que enredaron mi nombre?

¿Y del pequeño, que el primer día de clases

dijo, al aún secuestrado en el asombro,

qué miras, es que nunca has visto a la gente?

Desde las mesas tropiezan nuestros ojos.

No hay extraños.

El frío esconde por un tiempo su derrota.

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