Nacidos en los últimos tiempos del franquismo, vivieron su adolescencia en un tiempo en el que creíamos que todo iba a ser posible. El horizonte de libertad que se abría ante nosotros nos empujó a explorar esos mundos sin mapas que siempre habíamos intuido. Quijotes nacidos en tiempo de Sanchos, Antonio Vega y Enrique Urquijo reflejaron, como nadie, el espíritu de aquellos años que nunca serán ayer. Sus canciones hablaban de lo que éramos, de todas esas pequeñas cosas que nos hicieron ser como somos, de todos los anhelos de una generación asesinada por la droga o adormecida para siempre por ese estado del bienestar con el que nos engañaron. Su sensibilidad y su profunda visión poética de la vida les llevó a ser vulnerables, demasiado vulnerables en un mundo que no estaba hecho para gente tan bella como ellos. Hoy sus canciones son himnos para quienes vivimos aquellos tiempos y para quienes, nacidos años más tarde, siguen soñando con ese otro mundo posible y necesario. Ver hoy a adolescentes cantar sus canciones, hacerlas tan suyas como nuestras, es ver florecer todo lo que ellos sembraron.
Sus canciones rezuman melancolía y ternura, tristeza a veces, esperanza siempre. Nos hablan de ti y de mí, de lo que somos y de todo lo que habríamos podido ser. Sus letras son cartas que nos siguen escribiendo desde donde quiera que estén. No llevan remite. Sabemos de quiénes son. El paso del tiempo ha depositado en ellas un poso de verdad y de sueños que las ha convertido en inmortales. Las calles de Malasaña les vieron pasar, sus bares se llenaron de su música y sus esquinas de su dolor. Hoy los dos tienen placas con sus nombres en plazuelas y calles de ese Madrid que les dio todas las vidas. Hoy los dos tienen sus nombres escritos en el corazón de quienes, tarareando sus canciones, seguimos deambulando sin rumbo por esas calles y tantas otras en las madrugadas de luces y sombras de lo que somos.
Son canciones que nos hablan de amores y desamores, de encuentros y despedidas, de esa suerte a la que nunca dejamos de esperar, aunque sabemos que nunca llegará. Son canciones de memoria de lo que podríamos haber sido y de olvido de lo que somos, desgarrados acordes que hablan de la soledad de las noches en vela, de esos cuerpos, conocidos a veces, que se acuestan a nuestro lado, de esas almas, desconocidas siempre, que pasan junto a nosotros. Sus voces suenan a ranchera y a viejo rock, ese rock que hace inmortales a quienes jamás dejan de soñar y de perseguir sus sueños, porque quizá no seamos más que eso, un puñado de sueños y poco más. En sus canciones hay polvo y olvido, polvo de caminos que nos aguardan y olvido de las penas que dejamos atrás. Agarrados a esos sueños somos capaces de cabalgar por cualquier llanura, de trepar a la cima más alta, de colgarnos de la nube más dicharachera. Si no suenan sus acordes la madrugada permanece dormida y no deja salir al sol, solo la luna, siempre la luna, nos acompaña iluminando nuestro camino, ese que, desde siempre, sabemos que no lleva a ninguna parte; ese que desde siempre, como a Enrique y a Antonio, nos empuja a seguir caminando.