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Colita, mirada sin tiempo

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Sempiterna niña mala de familia bien, discordante oveja negra de familia acomodada, su inquebrantable curiosidad la llevó a acercarse a la fotografía desde muy joven y fue la fotografía la que le abrió las puertas de esos otros mundos que ella no conocía. La vida fue generosa con ella y de muy joven la puso en contacto con algunos de los más grandes fotógrafos catalanes de su época. Pocos como Isabel Steva, Colita, han retratado la realidad del Somorrostro barcelonés, aquel Somorrostro que se llevaron las Olimpiadas y que ya solo vive en sus fotos. Amante sin remedio del blanco y negro, su mirada traspasa el tiempo para traernos aquellos mundos que se llevó el olvido. Sus retratos de gitanos, los de la inigualable Carmen Amaya o del añorado Gades, forman parte de la historia del flamenco. Y, junto a ellos, los más preclaros representantes de la gauche divine barcelonesa, aquella que pretendía cambiar el mundo desde la barra de Boccaccio. Colita siempre supo encontrar la manera de abrir las puertas, todas las puertas. Su inmenso talento para los retratos la llevó a fotografiar a personajes tan dispares como Orson Welles, Capucine, Gabo, Beatriz de Moura, Tusquets, Ana María Matute, Serrat o María del Mar Bonet junto a todos esos seres anónimos que pueblan y forman las ciudades como aquella cosmopolita Barcelona de los sesenta que miraba a Europa con envidia y cruzaba la frontera para ver en Perpignan el cine que no llegaba aquí.
El blanco y negro de Colita nos habla de aquella ciudad y de aquellos años, la suya es una mirada sin tiempo que nos trae un mundo desaparecido hace ya mucho que, sin embargo, sigue vivo en muchos de los que lo vivimos. En esos niños que juegan en la calle veo a los que jugaban conmigo, la nieve que cubre calles y terrazas rescata de mi memoria la gran nevada del sesenta y dos, en esos grises uniformados veo a los que nos enseñaron a correr, en la sonrisa de Gades la alegría de lo que creíamos que nos esperaba a la vuelta de la Historia y que, sin embargo, estaba tan lejos. Mirar sus fotos nos lleva a otro tiempo, a otros mundos, a un pasado que nos ha formado y que aún hoy sigue corriendo por nuestras venas.

Nunca ha dejado de mostrar su fuerte personalidad y sus convicciones, convicciones que la llevaron a rechazar el premio nacional de fotografía en 2014 en protesta por la situación de la cultura en España dejando al ministro Wert con un palmo de narices. A lo largo de su dilatada vida profesional ha realizado más de cuarenta exposiciones y es considerada como una de las fotógrafas más importantes de nuestro siglo XX.

Gracias a su mirada, a su estar ahí, a su ilimitada curiosidad, podemos seguir viendo los mundos que fueron, aquellas calles llenas de marineros, sueños y gentes, aquellos ojos absortos en la vida que pasa frente a ellos, aquellos días en lo que todo estaba prohibido que forjaron nuestra infancia, aquellas noches en las que ninguna celda pudo encerrar nuestros sueños. Muchos de los que aparecen en sus fotos ya no están aquí; otros seguirán viviendo y sonriendo al ver esas viejas fotos que les hablan de un tiempo que no ha de volver; otros, simplemente, se acercarán a través de ellas a un mundo que no conocieron y que les parecerá terriblemente lejano; otros, sin embargo, frente a estas fotos recuperamos hasta los olores de nuestra niñez, esos olores que, de vez en cuando, despiertan nuestros más remotos recuerdos

Estrechas calles adoquinadas, hombres con sombrero, caballos y carros de arrabal, puestos callejeros de mercados sin nombre, viejos seiscientos, gitanos bailando y riéndose de la vida y sus desdichas, payos encorbatados soñando con las turistas que invadían nuestras playas… todo sigue vivo en las fotos de Colita, sempiterno cajón de recuerdos y sueños, de sombras, tristezas, anhelos y alegrías.

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