A veces las estrofas de una canción nos hacen revivir momentos que, intuidos, vividos o soñados, nos han hecho como somos, quizá sin que ni siquiera ellos lo sepan. Son muchas las cosas que vivimos que nos hacen ser como somos. La mayoría van dejando su poso y nos modelan poco a poco, pero hay otras que son esos cinceles invisibles que van esculpiendo nuestro yo más profundo. Los amores, los verdaderos amores, nos marcan, algunos lo hacen para siempre. Son amores que no nos abandonan aunque haga ya tiempo que se fueron, que nos acompañan y reaparecen cuando menos lo esperamos. Sólo son recuerdos sin memoria, nubes solitarias o simples hojas al viento, recuerdos que creíamos olvidados que, al calor de esos versos o de esa vieja canción, renacen de unas cenizas que creíamos apagadas aunque calladas, dormidas o quietas, siempre han estado ahí. A veces un acorde, un solitario acorde o el callado susurro de una palabra, nos trae de no sabemos qué lejano recuerdo, la imagen de unos ojos o de una sonrisa que, desde su intocable silencio, nos habla de un tiempo que se fue aunque sigue vivo en lo más hondo de nosotros. Puede que en esos recuerdos solo ardan los rescoldos de lo que fue, de lo que jamás fue o de lo que hubiera podido ser, pero lo cierto es que siguen ahí, cobijados en lo más profundo de nuestro ser porque, a veces, como dice la canción del sabio Cohen, nos encontramos pensando cosas del pasado y, por sus ojos y su sonrisa, sabemos que esta noche todo estará bien, todo estará bien… aunque solo sea por un rato.