A veces, la melancolía de una música es capaz de transportarte de todo cuanto ves a todo cuanto vive en ti. Son acordes, voces que no entiendes pero que hablan esa lengua universal que te es familiar, que reconoces como tuya. Es una lengua, como por desgracia tantas hoy en día, que está en peligro de extinción. Aunque no hay frontera que la pueda encerrar, vive encerrada entre los muros de la prisión que la globalización nos impone. Son lenguas capaces de expresarlo todo, de ser poesía, de ser belleza, pero agonizan indefensas frente al todopoderoso lenguaje que todo lo invade. Pasa con la lengua y pasa con la música. Cada vez cuesta más escuchar esa música ancestral que nos habla desde lo más hondo. Inmersos en el tanto vendes tanto vales estamos permitiendo, con nuestra indiferencia, que esas músicas y esas lenguas milenarias vayan, inexorablemente, desapareciendo. Generosamente las llaman lenguas amenazadas cuando en realidad son lenguas condenadas, condenadas por la barbarie de la superficialidad y la inmediatez. Quienes alaban la lengua exclusivamente como herramienta de comunicación creen que una lengua es más rica simplemente porque la hablen más personas, ignorando que, a la inversa, hablar más lenguas es lo que enriquece a las personas. En esa dictadura que nos ha impuesto el pensamiento económico cada vez son menos las palabras que conocemos y usamos, nuestro léxico se reduce inexorablemente a unos centenares de palabras que usamos para todo porque sabemos que son las únicas que una gran mayoría puede ya entender. No deja de ser paradójico que se defienda la utilidad de la lengua dominante y el exterminio de todas las demás en un mundo donde la comunicación, la verdadera comunicación, es cada vez más precaria y escasa. Tenemos tal avalancha de información que ya ni podemos asimilarla. El hecho de que en las redes sociales cada vez sea menos lo que se lee y que incluso los videos que duran más de quince o veinte segundos dejen de interesarnos, habla bien a las claras del drama al que nos enfrentamos. Hemos renunciado a nuestro tiempo, a ese tiempo que necesitamos para estar con nosotros mismos sintiendo, pensando, analizando, formándonos nuestra propia opinión de las cosas. Casi sin darnos cuenta hemos pasado de la sociedad de la palabra a la sociedad de la imagen y lo hemos hecho al endiablado paso que nos marcan las nuevas tecnologías que cada vez aceleran más nuestro ritmo de vida. En la sociedad de la palabra se requería de nosotros una actitud activa, la búsqueda de un lugar y de un silencio que nos permitieran crear mundos imaginarios desde unos símbolos escritos en letra negra sobre un simple papel en blanco. La lectura nos transportaba a un mundo nuevo, a un mundo imaginario donde todo podía suceder. Relacionábamos unos conceptos con otros, los hacíamos nuestros, el análisis y la abstracción nos permitían formarnos nuestra propia opinión, nuestro pensamiento. En la sociedad de la imagen, en cambio, por robarnos nos roban hasta la imaginación. Todo nos lo dan hecho. Ya no se requiere una actitud activa, ese buscar nuestro momento y nuestro lugar, sino una actitud pasiva a través de la que nos inoculan todo lo que quieren. Somos meros receptáculos de lo que nos quieren meter en la cabeza. Y nos lo meten, vaya si nos lo meten. Ya desde los mismos planes de estudio diseñados para crear sumisos consumidores en lugar de personas libres y felices, estamos condenados a vivir en la rueda en la que nos meten cada día. Hoy todo lo que no es capaz de generar dinero no tiene valor. ¿Qué vale una puesta de sol?, ¿Qué, leer un poema que nos invita a soñar? ¿Qué, escuchar una canción que nos llega a lo más hondo para gritarnos que todavía estamos vivos? ¿Qué, encontrar una mirada que nos recuerda que todavía podemos amar…? Confundir valor y precio es la tragedia del ser humano de hoy, condenado a vivir en la ignorancia y a dejar pasar su vida repitiendo lo que otros piensan por él. Hoy pasamos nuestros días intentando inútilmente no ser olvidados mientras aguardamos la promesa de una felicidad futura que nunca llegará. Hemos sustituido los abrazos por los “me gustas”, las caricias por el número de seguidores, la búsqueda del amor y de la belleza por el miedo a la soledad y al olvido. No triunfar hoy en las redes sociales, no tener uno y mil “me gustas” cada mañana, es sinónimo de no ser, de no existir. Perdidos como estamos en ese mundo en el que todo pasa cada vez más rápido y en el que cada día es mayor nuestra insatisfacción, creamos cada mañana ilusiones ficticias de lo que queremos que los demás crean que es nuestra vida. Nuestro vacío existencial nos empuja peligrosamente al más difícil todavía. El absurdo ha llegado al extremo de que la gente se juegue literalmente la vida para conseguir el “selfie” más arriesgado en esa loca carrera hacia la abyección que es el universo de las redes sociales. En nuestra idiocia creemos que las redes son gratuitas y no vemos que el precio que pagamos por estar en ellas somos nosotros mismos. Perdidos en ese camino que no lleva a ninguna parte alegremente las alimentamos con nuestros gustos, con lo que hacemos, con lo que soñamos… para que luego nos vendan sucedáneos de felicidad empaquetados que nos llevan a casa esclavos motorizados.
La falsa sensación de pertenencia que nos dan las redes hace que veamos en el renunciar a la experiencia digital y elegir vivir nuestra propia existencia real un reto que nos parece insuperable. Perdidos como estamos en el bosque de la idiocia, si alguna vez sentimos la necesidad de escapar y de buscar nuestro verdadero lugar, llegamos a alcanzar los límites del bosque para ver, frente a nosotros, un enorme páramo desierto y seco que tendremos que atrevernos a cruzar solos si pretendemos llegar a ser nosotros mismos. Cada vez son más quienes, conscientes del peligro de la mentira digitalizada y de la posverdad, avanzan hacia ese desierto con la esperanza de poder cruzarlo. Ansían el reencuentro con el abrazo, con la caricia, con la mirada, con ese poema que nos hace soñar y esa música que, venida desde quien, como nosotros, se halla en el camino, nos empuja a seguir adelante, a no echar la vista atrás, a ir cada vez más ligeros de equipaje y de mentiras, a aceptar nuestra soledad por compañera y el silencio por consejero.
Puede que si has llegado hasta aquí pienses que defiendo la renuncia al progreso y a los avances que supone la ciencia. Nada más lejano a la realidad. No preconizo la vuelta a la edad de piedra, sino el avance hacia la realidad del ser humano, ese ser humano que está por encima de la economía y los mercados, de los desahucios y la precariedad a la que nos han condenado a vivir. Reivindico al ser humano que se rebela ante la injusticia y la desigualdad, al que llora al ver a un inocente morir, al que lo hace leyendo un viejo poema, al que no calla ni mira a otro lado. Reivindico el valor de ser uno mismo, de emocionarse ante la belleza, de compartir lo que de verdad somos con los demás, reivindico el derecho a soñar y a hacer realidad nuestros sueños. Reivindico la caricia, la mirada y el abrazo, reivindico la solidaridad, la generosidad y el dar, el darnos. He alcanzado el final del bosque. Frente a mí se extiende un infinito desierto que no sé si sabré cruzar. Pero a veces, escuchando canciones como las de Denez Prigent, esa lengua bretona que no hablo pero que todo me lo dice, descubro la indescriptible luz que hay en ese desierto, la del sol al morir, la de las estrellas al nacer, la que hay en cada uno de nosotros, la caricia de la brisa que roza mi rostro, la voz de quienes me han precedido y la de quienes, como yo, se aventuran en el camino hacia esos mundos desconocidos que, desde siempre, nos llaman por nuestro nombre.