El letargo ha sido largo, demasiado largo. Años, décadas, de permitir el expolio de un país y la explotación de una sociedad que, adormecida por el estado del bienestar, prefirió mirar a otro lado a afrontar los problemas que tenía. Cuarenta años de dictadura marcan a hierro y fuego la conciencia de un pueblo. Cuando murió el dictador nos dejamos engañar con los cantos de sirena de la democracia que vendría y la promesa de una transición que sería la admiración del mundo entero. El precio que pagamos fue alto, demasiado alto: renunciamos a nuestros sueños y callamos ante la sospechosa reconversión de verdugos y torturadores en demócratas de pata negra de toda la vida. Nos vendieron una Constitución que no gustaba a nadie. Ya la cambiaremos cuando la democracia se haya consolidado, nos decían. El ruido de sables es todavía demasiado fuerte como para pedir demasiadas cosas, nos repetían. Y nosotros nos lo creímos, y tragamos. Tragamos con una reforma que impidió la ruptura con la dictadura; tragamos con la creación de un bipartidismo de tanto monta monta tanto que se perpetuó durante otros cuarenta años; tragamos con que el poder siguiera en las manos de los de siempre y se perpetuase de generación en generación y de consejo de administración en consejo de administración; tragamos con los niveles más altos de corrupción que ha conocido la historia europea; tragamos con la precarización del trabajo más salvaje que se ha visto en el mundo desarrollado; tragamos con los recortes de derechos y libertades más brutales que se han visto en Europa… tragamos, y tragamos… y volvimos a tragar hasta que, como por arte de magia, un 15 de mayo parecimos despertar de aquel letargo en lo que prometía ser una verdadera revolución social.
Fueron tiempos de sueños y alegría, tiempos de esperanza, de recobrar la fe en nosotros mismos como personas y como pueblo. Fueron los jóvenes quienes encabezaron un movimiento al que nos sumamos las demás generaciones. Los privilegios de los bancos y la crueldad de los desahucios obraron el milagro de abrirnos los ojos. Por fin veíamos lo que estaba pasando. Nos habían dormido durante décadas con la promesa de un bienestar que solo existió para los que siempre lo tuvieron. Aprendimos que poco o nada podíamos esperar de nuestros vecinos europeos. Nada nuevo si lo pensamos fríamente: ya dejaron abandonados a su suerte a nuestros abuelos que defendieron la democracia frente al fascismo. Los recortes que habían dinamitado nuestra paz social venían de Alemania y de la troika. No había alternativa posible nos decían una y mil veces. Cuando nuestros vecinos griegos intentaron tomar las riendas de su destino no le tembló el pulso a la vieja y decrépita Europa para arrasar cualquier atisbo de esperanza. Por si se nos ocurría seguir los pasos de Grecia, el sistema se puso a trabajar a marchas forzadas para acallar nuestras voces y nuestras conciencias. Como ya no había nada que prometer esta vez nos durmieron con el miedo, con el terror a perder un trabajo o a no encontrarlo, con el pánico a acabar en la cárcel por expresar nuestras opiniones o contar un chiste… Y nos volvimos a callar, a bajar la mirada, a agachar la cabeza. El miedo se apoderó de nosotros instrumentalizado por unos jueces cada vez más retrógrados y unas fuerzas y cuerpos de seguridad que cada día tenían más derechos en detrimento de los de los ciudadanos y coreado todo ello desde unos medios de comunicación cada vez menos independientes y menos libres.
En ese trágala que nos habían impuesto de nuevo, dos grupos se han atrevido a plantar cara y a enfrentarse al poder: las mujeres y los jubilados. Sin que nadie lo esperara, los jubilados se han puesto en pie de guerra contra un gobierno al que muchos de ellos siempre habían votado, y lo han hecho unidos en toda la geografía peninsular, hartos ya de tanta injusticia y cinismo de unos gobernantes que, convencidos de su absoluta impunidad, se permitieron hasta el recochineo de enviarles una carta en la que alardeaban de subirles las pensiones un 0,25%. Nunca un 0,25% va a salir tan caro a un gobierno. Estos jubilados, que durante más de diez años han contribuido con lo poco que tenían a que sus familias no se desmoronaran por falta de recursos, se han hartado de tanta mentira y tanta provocación y han dicho ¡BASTA! Han salido a la calle para gritarle al gobierno bien alto y bien claro que hasta aquí hemos llegado. Ese 0,25% ha sido la tumba de Rajoy y del PP. Confiemos en que no trasladen su voto al partido naranja como mal menor porque podríamos pasar de Guatemala a Guatepeor. Al PP le ves venir, nunca ha podido engañar a nadie. Estos, en cambio, esconden mucho mejor sus intenciones que, de nuevo tanto monta monta tanto, son calcadas a las de sus hermanos gavioteriles. Y si los jubilados han dado un paso al frente, han sido las mujeres, el movimiento feminista tantas veces ignorado cuando no denostado, quien ha sacado a millones de personas a las calles cuando todo parecía perdido. En una demostración de fuerza sin precedentes que ha cogido a azules y naranjas con el pie cambiado, las mujeres han dicho bien alto y bien claro: hasta aquí hemos llegado. Time´s up!
Tenemos que agradecer a nuestros mayores que hayan emprendido esta lucha que no es por su pensión, sino por su dignidad, y que, al defender lo que es suyo, lo que en legítima razón les pertenece pues es lo que han ido pagando durante toda su vida, están defendiendo lo que es nuestro, el derecho que tenemos a que el Estado no nos robe lo que vamos a cotizar durante nuestra vida laboral. Y tenemos que agradecer a las mujeres que se hayan puesto frente a nosotros para mostrarnos que la realidad es diferente a como la vemos, que tenemos que aprender a mirar de nuevo, a deseducarnos, a encontrar nuestra masculinidad en esas nuevas masculinidades que nada tienen que ver con el machismo y el patriarcado en el que hemos sido educados. No es casualidad que todos estos movimientos sociales tan llenos de alegría, dignidad, compromiso y esperanza hayan surgido de colectivos que no son el de los hombres de mediana edad. Han sido los jóvenes, nuestros mayores y las mujeres quienes los han liderado. Nosotros, cegados por nuestro androcentrismo y dominados por nuestros miedos, todavía no hemos sido capaces de reaccionar. No se trata de que pretendamos liderar ahora todos esos movimientos con la fe del converso, nada más patético y ridículo que Albert Rivera pretendiendo hacerlo. Se trata de que escuchemos, de que apoyemos cuantas iniciativas justas y solidarias veamos a nuestro lado sin pretender controlarlas ni cambiarlas, de que nos dejemos invadir por valores como humildad y generosidad. No será una tarea fácil. Pero es la que nos toca. Nuestras respuestas ya no contestan las preguntas que nos hace este mundo nuevo que habla un idioma universal que rápidamente han aprendido los jóvenes, los mayores y las mujeres. Ya va siendo hora de que también nosotros lo aprendamos. Es mucho lo que nos queda por andar, mucho lo que, juntos, tendremos que luchar. Ochenta años de derrotas son una pesada carga para el camino. Somos expertos en derrotas, lo sabemos bien, pero también sabemos bien que, al final, la victoria será nuestra.