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El día de mañana

¿Quiénes somos en realidad?, ¿Cómo somos?, ¿De verdad permitimos que alguien nos conozca?, ¿Nos conocemos si quiera nosotros mismos…? Esas preguntas vertebran una de las mejores series que se han hecho en la televisión en este país: “El día de mañana”, de Mariano Barroso. Ambientada en la Barcelona de finales del franquismo, en aquella época en la que todo podía ocurrir, en la que creíamos que la vida que vendría sería una aventura, en la que no habían muerto los sueños, en la que libertad era un anhelo común, un ideal compartido, una realidad prohibida.

En el gris de aquellos días transcurre la historia de Justo Gil, un joven de provincias recién llegado a la capital capaz de remover cielo y tierra para salvar a su madre enferma a la que, literalmente, se trae a cuestas del pueblo para que la visiten los médicos de la gran ciudad. El día de mañana era ese mantra que nos unía, a unos porque veían en él la prosperidad tan inalcanzable hasta entonces, a otros porque ese mañana traería la libertad y la democracia que nos habían robado a golpe de fusil y catecismo, y a todos porque intuíamos que iba a cambiar para siempre nuestras vidas. Era la época del seiscientos y los guateques, del dúo dinámico, de las españoladas, de la censura en el cine, la prensa y la televisión, de la formación del espíritu nacional, de los grises, de las conspiraciones, de la escucha clandestina de Radio España Independiente, de los libros prohibidos, de las películas en Perpignan, de los curas obreros, de los encierros en las iglesias progres, de las últimas ejecuciones del franquismo, tiempos de “Sherpas” y “Lobitos” para unos, de “Derbis” para otros y de nada para los más, tiempos de la cançó, de Bob Dylan y Joan Baez, de Víctor Jara, tiempos de primeros amores y carreras delante de los grises, de asambleas clandestinas, tiempos de televisión y vida en blanco y negro… Y es sobre ese blanco y negro que nos marcó a todos sobre el que se construye esta serie que es capaz de encontrar el color donde todo era gris, de encontrar la belleza en la mirada de quienes vivimos la oscuridad de aquellos días y el brillo de aquellas noches.

Sin duda las nuevas plataformas están revolucionando el mundo de la ficción. Han derribado definitivamente el absurdo pero atávico muro que separaba al cine de la televisión. Sus nuevos planteamientos y apuestas en firme han hecho que varios de los mejores directores de nuestro cine hayan “descubierto” las inmensas posibilidades que ofrecen las nuevas series de televisión que son como seis u ocho películas enlazadas con los mismos personajes e historias, lo que permite ahondar en su construcción, en lo que les pasa, en detalles hasta ahora impensables en películas de 90 minutos. Por eso varios de nuestros mejores directores (Alberto Rodríguez con “La Peste”, Cesc Gay con “Félix”, Mariano Barroso con esta deslumbrante “El día de mañana”, etc.) han dado ese paso al frente y se han lanzado a tumba abierta a dirigir en este nuevo formato con el que, quizá sin saberlo, tanto habían soñado. Son tantos los matices que pueden aportar a las historias, a los personajes, a las ambientaciones… tantos los detalles capaces de transportarnos a esos otros mundos tan próximos a veces y tan ajenos otras… Un claro denominador común les une: la absoluta satisfacción por la libertad y los medios de los que han dispuesto para poder contarnos sus historias. Sin duda romper la rigidez que encorsetaba a nuestra ficción televisiva y pensar no en cuotas de pantalla domésticas o en el público tradicional de las cadenas de ámbito nacional sino en proyectos concebidos desde su inicio a través de una óptica internacional y dirigidos a un público mucho más amplio y exigente, va a revolucionar por completo el panorama de nuestras series.

 

“El día de mañana” nos cuenta lo que pasó en aquellos años a través de un personaje enigmático donde los haya, Justo Gil, ese joven llegado a la ciudad dispuesto a abrirse camino como sea. Es un joven capaz de conseguirlo todo porque no tiene nada. Por eso su apuesta vital siempre es a todo o nada. La vida le va poniendo frente a pruebas y situaciones a las que nunca se ha enfrentado pero él, centrado en los objetivos que quiere conseguir, va tomando decisiones que le llevarán a vivir las situaciones más intensas, a destrozar la vida de muchos de los que le rodean, a buscar su felicidad como ve que hacen los demás, a ser a veces un muñeco manejado por quienes detentan el poder, a esconder sus orígenes y cubrir su vida de una aureola de misterio que le permita ser admitido en los ambientes a los que le lleva su ascensión social, a mentir a los demás y a sí mismo para poder subsistir en un mundo donde nada es lo que parece… Uno de los mayores aciertos de esta serie ha sido, sin duda, la elección de sus intérpretes, de todos los intérpretes, desde los protagonistas hasta el último de los secundarios. Posiblemente nadie como Oriol Pla podría haber encarnado y transmitido la vulnerabilidad, la fragilidad y la arrolladora personalidad de un seductor nato como Justo Gil. Lo que Oriol hace de su Justo Gil es una lección de interpretación que debería estudiarse en todas las escuelas de teatro. Es brutal, lo arriesga todo en cada escena, en cada toma. Solo así, desde la víscera más profunda se puede dar vida a un personaje tan misterioso y poliédrico como Justo Gil. Solo así y solo teniendo como director a personas como Mariano, Alberto o Cesc, dotadas de esa sensibilidad y saber hacer que consiguen que los intérpretes les den todo lo que llevan dentro. Solo quienes nos dedicamos a esta profesión podemos intuir lo difícil que puede llegar a ser mantener un personaje a lo largo de tantas secuencias, hacerle pasar por tantas situaciones y estados, darle tantos matices y detalles aparentemente insignificantes pero tan reales, o más, que la vida misma. Y hacerlo grabándolas sin ninguna continuidad cronológica. El trabajo que debe haber hecho Oriol para crear el arco de su personaje sin duda tiene que haber sido uno de los más apasionantes a los que se enfrentará a lo largo de su carrera.

Y junto a ese monstruo de la interpretación que es Oriol Pla, está una Aura Garrido que, como en todos los papeles que encarna, es capaz de transmitir esa luz especial que nos ilumina a los demás al permitirnos ver todos sus sueños. Es en su rostro, en esa mirada llena de vida que a veces  esconde para hablarnos desde el silencio de su yo más íntimo y otras  eleva hasta el no lugar en el que habita lo que somos para recordarnos que todavía estamos vivos, es ahí, en la luz de su mirada, donde vemos lo que fuimos, lo que somos y lo que todavía podemos llegar a ser. Su Carme es un personaje fascinante, el de una mujer que nace a la vida a través de la muerte de sus padres en aquella ya lejana riada de 1962 que tantas vidas se llevó. Es desde el vacío de la ausencia y desde la liberación de la dependencia masculina que tiene de joven, desde donde asistimos a la evolución de lo que ha sido la mujer en este país. Conforme pasa el tiempo ya no la vemos como la sobrina que lleva las cuentas de la imprenta de su tío, como la adolescente enamorada de ese Justo Gil llegado de ninguna parte para deslumbrarla, o como la compañera de ese director de teatro que le descubre el mundo al que en realidad ella pertenece… la vemos como una mujer comprometida consigo misma y con el tiempo que le ha tocado vivir que, incluso en los momentos de más incertidumbre y dolor, no pierde la capacidad de encontrar la belleza que consiste en atrevernos a vivir nuestra propia vida.

Y si Oriol y Aura están impresionantes encarnando a sus personajes, qué decir de ese otro animal escénico que es Jesús Carroza. Su Mateo Moreno es ese gris policía de la político social que intenta sobrevivir como puede en unos convulsos tiempos que nos marcaron a fuego a quienes los vivimos. Su trabajo, hacer el trabajo sucio de la dictadura. Su ideología, salvar su propio pellejo negando cualquier objeción o escrúpulo que pueda apartarle de hacerlo. La credibilidad que Jesús es capaz de transmitir a su Mateo Moreno se fundamenta en la cantidad de matices que ha sabido darle a su personaje, un personaje marrullero y deleznable donde los haya pero que también nos muestra, conforme avanza la serie, que tiene su corazoncito. Fueron muchos los que pertenecieron a la político social, muchos los que delataron, torturaron y asesinaron, muchos quienes han encontrado cobijo en la imperfección de nuestra democracia que fue, y es, incapaz de juzgarlos, y muchos quienes se adaptaron a los tiempos y a la muerte del dictador convirtiéndose de la noche a la mañana en “demócratas de toda la vida” La inmensa mayoría de los cientos de asesinatos de estudiantes y obreros cometidos por la policía y los grupos de extrema derecha de aquellos años han quedado impunes. A los Mateo Moreno que hubo podríamos haberles perdonado. A los que disfrutaron torturando, a los que ordenaron las torturas y a quienes se negaron a juzgarlas, no.

Y uno de ellos, en la serie, es ese soberbio comisario Landa al que da vida otro monstruo de la interpretación como Karra Elejalde. No hay palabras para describir lo que hace con su personaje, un personaje perfectamente creado que es capaz de pensar y ejecutar las más terribles crueldades escuchando a Mozart o leyendo a su adorado Mishima, ese Mishima en el que ve reflejado su pensamiento sobre el inevitable deterioro moral y ético de la sociedad en la que vive, ese Mishima en el que ve al último héroe capaz de dar hasta la vida por defender los valores en los que cree. Qué bestia de la generosidad escénica es Karra, el Gene Hackman vasco. Aunque quizá, en honor a la verdad, debamos decir que Gene Hackman es el Karra Elejalde norteamericano.

Barcelona es, sin duda, otra de las grandes protagonistas de esta serie. Quienes tuvimos la fortuna de vivirla en aquellos años la vemos reflejada en muchos planos de “El día de mañana”, y no porque se haya intentado recrearla como era, sino evocarla, que es muy diferente. Viendo esas calles, esos portales, esos coches y esos pantalones de campana, cuellos puntiagudos y corbatas disparatadas, no podemos evitar dejar escapar una sonrisa frente al televisor, ese televisor en el que estamos viendo lo que fuimos, lo que nos trajo a nuestro aquí y a nuestro ahora, lo que somos, lo que ni siquiera nosotros sabemos que somos y, sobre todo, lo que intuimos que aún, a pesar de todo lo que hemos perdido en el camino, podemos llegar a ser.

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