A veces la vida te regala, en el esplendor de su magia y su poesía, sorpresas que te enseñan que son muchas, infinitas, las formas que tenemos de vivirla. Que a partir de un casting hecho con un teléfono móvil en Madrid acabara en medio de la Baja California rodando una película mexicana ha sido uno de esos preciosos regalos que la vida te da cuando ella quiere. Conocer estas tierras, su luz, sus cálidas gentes, es algo que, de inmediato, abre tu corazón de parte a parte. Me cuentan que, en temporada, esta es una zona de avistamiento de ballenas. Son cientos de ellas las que se acercan a estas costas para dar a luz a sus ballenatos: ballenas grises, azules… Haber llegado fuera de temporada a este verdadero oasis en medio del desierto que es San Ignacio, con su antigua misión jesuita como epicentro de la apacible vida de sus gentes, tiene sus ventajas. Puede que en esta ocasión no llegue a ver las ballenas, la época mejor es entre febrero y marzo, pero las he visto y las he tocado en los relatos que las decenas de niños y niñas que habitan este pequeño pueblo te hacen cuando te sientas en la plaza a charlar, bueno platicar como ellos dicen. Hay tanta luz en su mirada, tanta curiosidad, tanta inocencia… Oírles contar sus relatos de lo que las ballenas significan para ellos es una experiencia única. Lo saben todo de las ellas. Son sus hermanas. Cuáles se dejan tocar, cuáles prefieren que las dejen solas, cuáles las que hay que ver a distancia si no quieres que, con sus saltos, zozobren tu barca…incluso me contaron la leyenda de una ballena blanca, Kuyimá, la que baila en las nubes en una de las lenguas indígenas locales, una ballena ágil y amigable que arribó a estas aguas antes de que estos chavales nacieran. Cuentan los pescadores que, por la noche, debido a la bioluminiscencia planctónica, cuando Kuyimá saltaba era una luz en la oscuridad. La última vez que la vieron en las aguas de la laguna de San Ignacio fue en 1991. Desde entonces no ha regresado, pero es el alma de esta comunidad. La ballena gris es la más amistosa. Sus ballenatos son tremendamente curiosos y son quienes primero se acercan a las barcas y se dejan acariciar. Las madres les dejan hacer, sabedoras de que nada malo les pasará entre estas gentes. Luego son ellas las que se acercan y también se dejan acariciar. Más tarde, cuando a ellas les parece, dan por acabada la sesión de mimos y se alejan con su cría. Todo aquí rezuma magia y respira poesía. ¿Qué gentes, si no las de aquí, bautizarían al canal que separa sus costas de una de las muchas islas que pueblan el mar de Cortés como canal de Salsipuedes? Son gentes enamoradas de su tierra, de sus costumbres, de su mar y de su océano, de esos colores que, desde el rosa y el violeta de la sobretarde, se funden con el inmenso azul del mar. La vida aquí detiene el tiempo. Hay internet, sí, pero como ellos dicen ahorita mismo no hay conexión, una conexión que puede tardar horas sino días en llegar. Pero eso poco o nada importa. Todo aquí vive fuera del tiempo. Incluso los niños juegan con la pelota y pasean en bici. Su fuerte espíritu comunitario hace que hasta los perros sean de todos. No tienen dueño, todos los vecinos les dan de comer. Es fascinante el amor que tienen por lo suyo, por compartirlo con el extranjero, con el que llega de lejanas tierras a compartir algunos días sin tiempo con ellos. Su curiosidad también es inmensa. Todo les fascina porque todo les interesa. Y ellos, en su acogedor abrazo, te regalan sus pasteles de dátiles, su cebiche, sus vinos, su tequila, su amor y su mezcal…
Solo en un lugar como éste no podía sorprenderme tener la fortuna de conocer a un joven fotógrafo mexicano que, a lomos de una destartalada combi que compró hace cuatro años en un desguace y que él mismo reconstruyó, recorre las tierras mexicanas siguiendo rumbo al norte para llegar a Victoria, Canadá, su particular Ítaca. Es fotógrafo profesional pero no es un fotógrafo a la actual usanza, sino un enamorado de técnicas que ya nadie usa, aquellas que la superficialidad, la inmediatez y las prisas han condenado al olvido. Su compañera de aventuras es una vieja cámara que compró y reparó con sus manos. Es una de aquellas que la mayoría de los mortales solo hemos visto en películas de época, una cámara oscura con fuelle que solo tiene una óptica que, con increíble destreza, él tapa o destapa con su sombrero en función del tiempo de exposición que quiere dar a cada fotografía. Porque él sabe que cada fotografía, como cada amor, tiene su propio tiempo. Allí, frente a la cámara, viéndole escondido tras la tela negra que le cubre, sientes lo que debieron sentir Pancho Villa o Emiliano Zapata cuando se dejaron fotografiar dando testimonio de su vida revolucionaria. Para usar esta cámara Gabriel Marín, que así se llama este Robinsón que permanece a flote en el sinsentido de nuestro océano digital que cada día se hunde más en el absurdo de los likes, los selfies y la superficialidad, prepara artesanalmente las placas y los líquidos de revelado. El sistema que emplea se conoce como colodión húmedo, un líquido especial que permite la fijación directa de las imágenes en soportes acrílicos o de vidrio permitiendo una definición impresionante. El colodión no permite copias, sus fotos son únicas e irrepetibles, fotos que reflejan el tiempo que quien posa y quien hace la foto han elegido compartir. Su amor por la independencia le ha llevado incluso a cultivar personalmente las plantas de algodón con las que prepara sus placas. Mantiene un absoluto control de todo el proceso, control que hace convertir, cuando lo necesita, su furgoneta en el cuarto oscuro de revelado de las fotos que va haciendo por el camino. Para hacer este viaje que durante meses le llevará de Veracruz a Victoria eligió salir sin dinero. No es que fuera algo que hubiera planificado, sino que, pocas semanas antes de emprender el viaje, le robaron todo lo que tenía ahorrado. Pero Gabriel eligió salir a la carretera de todas formas. Confía en el calor y la generosidad de las gentes que encontrará en su camino. Va por ahí conociendo gente, compartiendo historias, sueños, saberes, y unos cuantos tequilas, dejando en cada uno de nosotros una parte de él y llevándose, en su aventura, cuanto quisimos compartir con este Quijote mexicano que sabe que la vida es tiempo y que vivir no es más que compartirlo con los demás. Va a casas de amigos, o de amigos de sus amigos, o de conocidos de conocidos de sus amigos. Siempre le reciben con los brazos abiertos. No hablar inglés no le preocupa. Hace dos años se fue solo a pasar una temporada a Japón sin hablar tampoco japonés y sobrevivió. Su curiosidad por conocer una cultura tan exótica para él como la japonesa era superior a cualquier impedimento que pudiera ponérsele por delante.
Financia su viaje con las fotos que hace a la gente que encuentra en el camino y dando charlas de fotografía y de los métodos que emplea a quienes quieren conocer otras formas de vivir la belleza. Cuando le pregunté qué era lo que le había empujado a embarcarse en su aventura guardó unos instantes de silencio y, sonriendo, me contestó: “el desencanto, la vida tiene que ser mucho más que lo que he dejado atrás”. Tiene una profunda visión poética de la vida que le lleva a encontrar la belleza incluso allí donde los demás ni la intuyen. Le gusta jugar con las palabras, con sus dobles sentidos. Por eso ha bautizado su viaje como «sueños de plata». Plata es la emulsión sobre la que se fijan sus fotografías, sueños los que le han llevado a emprender el viaje, un viaje en el que él intercambia sueños por “plata” para poder sufragar sus gastos y seguir adelante. Su amor por lo artesano, por lo hecho con sus propias manos, le ha llevado a no querer siquiera crear un blog donde compartir la experiencia de su viaje. Gabriel prefiere hacer de cuando en cuando un alto en el camino para escribir a mano las notas de lo vivido, de lo compartido, para hablar de las personas que ha encontrado en su aventura y recordar la belleza de los indómitos paisajes que ha contemplado. Su próxima etapa le llevará hasta Ensenada y Tijuana. Allí dará uno de sus talleres y acopiará algo de la plata que necesitará para seguir rumbo al norte. En San Diego le espera la casa de una amiga, más adelante… más adelante sabe que será la vida quien le busque alojamiento en casa de soñadores que, como él, saben apreciar el valor del tiempo compartido, de las palabras y silencios que acompañarán en esta odisea personal a quien, posiblemente, es uno de los últimos guardianes del tiempo, del verdadero tiempo, ese que nada sabe de días o de horas, sino de abrazos y miradas.