Estamos en 1936. Caían las últimas horas del 25 de agosto. El calor había sido agobiante en la Fuente de la Vega pero aquella tarde, como todas las demás, los labriegos seguían trabajando en los campos. Las horas sin tiempo y las gotas de sudor son su única compañía. El ruido de un motor en la cercana carretera no llamó su atención. Era otro, uno más de los que aquel día se dirigían a Soria. Lo que sí les hizo detenerse y prestar atención fue el profundo silencio que lo inundó todo cuando, de repente, el ruido del motor se apagó. La vista de las casacas verdes, las camisas azules y la sotana negra les puso en alerta. Aquel silencio presagiaba lo peor. Uno a uno fueron sacando a los cinco maestros, hombres que, en silencio, se dijeron lo que no alcanzan a decir las palabras. Sabían que iban a morir, que les iban a matar. Habían oído que los fusilamientos eran moneda corriente en los pueblos que caían en manos de los sublevados. Por eso esperaban a que se formase un pelotón de fusilamiento. Pero allí no había soldados. Solo un puñado de falangistas, guardias civiles y un cura. Quizá se habían detenido a esperar que les alcanzase un camión lleno de soldados. El silencio, las miradas huidizas y las ahogadas sonrisas de los uniformados no auguraban nada bueno. En vano buscaron los ojos del cura. Estaba enfrascado en sus oraciones haciendo su buena obra del día perdonando para sus adentros las almas de los que iban a morir. Poco o nada le importaba que a algunos hubiera sido su propia delación la que les hubiera condenado. Iban a morir pero él, en un acto magnánimo largamente anhelado y ensayado, iba a salvar sus almas y a ocupar poco después el puesto de maestro de Cobertelada que aquel asesinato iba a dejar vacante. Había que acabar como fuera con aquellos maestros para poder ocupar su lugar en los estrados y hacer llegar a los oídos de los niños lo que no les llegaba desde los púlpitos. Tantos años de República, libre pensamiento y rojerío habían puesto en peligro la fe en la santa iglesia católica y la fidelidad a la sagrada unidad de la patria.
Lo que aquellos campesinos presenciaron aquella tarde les acompañaría el resto de sus vidas. Desarmados, incapaces de oponer la más mínima resistencia, vieron como uno a uno, aquellos hombres cansados y desaliñados eran obligados a correr cuesta arriba para, por la espalda, ser acribillados a balazos por aquellos héroes de la patria que llevaban la cobardía por galón y la barbarie por bandera. Los cazaron como a conejos, entre risas, aplausos y jaleos, mientras el cura, impertérrito, seguía dando bendiciones y salvando almas. Cuando el último de aquellos hombres cayó muerto, sus asesinos subieron al camión entre chanzas y canciones. Se fueron a celebrarlo en una amarga celebración que todavía hoy, más de ochenta años después, dura. Solo cuando estuvieron seguros de que los asesinos no volverían, los campesinos se acercaron a los cuerpos sin vida de los maestros. La tierra era demasiado dura para cavar su tumba y era ya tarde, demasiado tarde. A la mañana siguiente envueltos en silencio, los campesinos les enterraron.
Pasaron años, décadas de terror y silencio. En Cobertelada todos sabían lo que había ocurrido aquella lejana tarde de agosto, pero nadie se atrevía a hablar de ello. Fue un secreto que pasó de generación en generación hasta que, hace ocho años, la ASOCIACIÓN SORIANA RECUERDO Y DIGNIDAD recibió la solicitud de recuperar los restos mortales de Eloy Serrano Forcén, uno de los maestros asesinados. Fue aquella solicitud la que nos ha permitido estar hoy aquí, rindiendo homenaje a Eloy, a Hipólito, a Elicio, a Victoriano y a Francisco. En Calatañazor, también fusilado en aquellos días por los falangistas por defender la justicia, la libertad y la democracia, estaba Abundio Andaluz Garrido que fue vicepresidente de la Diputación de Soria. Estar hoy delante de sus restos no es estar ante los huesos de los abuelitos como algunos despectivamente pretenden, sino ante el esqueleto de la España que debería haber sido, esa España marcada por la libertad, la cultura y el diálogo donde todos pudimos haber vivido en libertad y en igualdad.
Ayer tarde tuve el inmenso honor de presentar el acto en el que se entregaron los cuerpos de los cinco maestros y del expresidente de la Diputación de Soria a sus familiares. Fue un acto marcado por la profunda emoción de todos quienes estábamos allí, la única forma que tenemos de agradecer a aquellos antifascistas que hubieran dado la vida por defender los valores que os hacen ser seres humanos. Compartir ese momento con sus familiares y con quienes, desde la Asociación Soriana Recuerdo y Dignidad y la Fundación Aranzadi, han realizado los trabajos de exhumación de la fosa ha sido un momento que nunca olvidaré. La Fundación Aranzadi ha exhumado más de ocho mil cuerpos de víctimas del franquismo. A día de hoy todavía son más de cien mil los que esperan justicia en las cunetas.
Para vergüenza de sus asesinos y de quienes niegan el derecho de verdad, justicia y reparación a las víctimas del franquismo, estos son los cinco maestros asesinados la tarde del 25 de agosto de 1936. Su biografía, como la de tantos otros asesinados, nos habla de personas corrientes, personas como tú y como yo, personas que soñaban con un mundo mejor y que se entregaron a su trabajo con pasión para hacerlo posible.
Según su expediente de prisiones, Eloy Serrano Forcén había nacido en Rioseco de Soria y vivía en Cobertelada, donde ejercía de maestro. Era soltero y tenía instrucción religiosa. Tenía 22 años. Fue detenido el 5 de agosto de 1936. Veinte días después, el 25, fue oficialmente conducido a “práctica de diligencias”. Esa misma tarde fue asesinado por falangistas en Cobertelada. Una vez asesinado Eloy fue suspendido de empleo y sueldo por el rectorado de la Universidad de Zaragoza. Esta suspensión de empleo y sueldo era sistemática con las personas que los sublevados asesinaban. La razón era muy clara e ilustrativa de la crueldad de los golpistas: impedir que las viudas e hijos de los asesinados, si los tenían, pudieran tener derecho a cobrar pensión de viudedad y orfandad.
Eloy era un entusiasta de la enseñanza, un joven soñador sin remedio que dedicó su vida a hacer de este mundo algo mejor. El mismo cura al que un día había dicho que los niños debían ir antes a la escuela que a misa fue quien le delató y quien ocupó su puesto de maestro.
Solía escribir columnas en los periódicos locales. Pocas columnas como las suyas ha relatado el entusiasmo por lo que significa ser maestro: “Muchos pensaréis “¿Pero es que esto no tiene remedio alguno?” Y yo os digo: Sí, trabajad, luchad jóvenes maestros para seguir el camino que vuestro ideal os marque. Despertad a los pueblos de su letargo arrancando de ellos la venenosa espina del odioso tradicionalismo y así trabajando con brío y tesón, sin temor a nada ni a nadie, llegará un día en que podamos ondear al viento nuestra bandera de progreso y libertad… y entonces nuestras ilusiones de hoy se convertirán en realidades”
Sus palabras fueron premonitorias porque hoy, casi noventa años después, nos siguen animando a no rendirnos, a no desfallecer en la lucha por hacer de este mundo algo mejor… No solo los maestros están hoy llamados a dar lo mejor de sí mismos. Somos todos quienes debemos dar un paso al frente para sacar a este país de su letargo, de ese inmenso mar de indiferencia y olvido en el que nos quieren ahogar.
Hipólito Olmo Fernández acababa de cumplir 43 años en la cárcel de Almazán cuando aquella negra tarde del 25 de agosto de 1936 los falangistas le asesinaron. También era maestro. Hipólito era viudo. Había ido a pasar las vacaciones en compañía de sus dos hijas. En su ficha penitenciaria consta que tenía instrucción religiosa y que no tenía antecedentes. Le detuvieron por su ideología. Como aves de rapiña, le embargaron todos los bienes, hasta los vestidos de sus hijas, con la inestimable colaboración de la Guardia Civil. Como a Eloy y a los demás maestros hallados en la fosa, se le suspendió de empleo y sueldo tras ser fusilado. El delito de Hipólito fue ser maestro y ser de Izquierda Republicana aunque, como reconoció el propio responsable local de falange: “aunque se rozaba algo con las personas de izquierda, no se le notó que se mezclara en ningún asunto político o social”
Elicio Gómez Borque era otro de los maestros. Tenía 23 años. Le detuvieron el 2 de agosto de 1936. Según consta oficialmente, el 25 de aquel mes salió de la cárcel de Almazán conducido a “practicar diligencias”. A pesar de que el alcalde y hasta el comandante de la Guardia Civil manifestaron que su conducta personal, social, política y profesional siempre fue buena, le asesinaron porque fue acusado de pertenecer a la FETE y de no ir a misa. Como Eloy, los jueves llevaba a sus alumnos al campo completando su educación con el contacto con la naturaleza. Cuando le asesinaron estaba preparando las oposiciones a profesor de la Escuela Normal.
Victoriano Tarancón Paredes también era muy joven. Tenía veintiseis años. Soltero. Maestro. Detenido el 3 de agosto y conducido a “práctica de diligencias” el 25. Fue acusado de indiferencia religiosa, de haber defendido el laicismo, simpatizar con el Frente Popular y haber inculcado en los niños “ideas disolventes”
Junto a aquellos jóvenes maestros también fue asesinado un catedrático, Francisco Romero Carrasco. Tenía 57 años. Era profesor de la Escuela Normal de Guadalajara. Sin antecedentes. Fue detenido el 20 de agosto de 1936, solo 5 días después fue asesinado mientras era conducido a “práctica de diligencias judiciales”. Gran amigo de Machado y enamorado de la libertad y de la enseñanza como Machado. Soñador sin remedio, como Machado. Lo que les diferenciaba, o quizá complementaba, era que mientras Machado era de letras, Romero Carrasco fue hombre de ciencias. Juntos habían creado la Universidad Popular de Segovia para “exponer elementalmente aquellas enseñanzas que puedan ser inmediatamente aprendidas y utilizadas por los obreros”
Francisco había sido director de las colonias de la Institución Libre de Enseñanza. Formado en Francia, Bélgica y Suiza, el golpe fascista le impidió seguir su formación en el extranjero con la beca que acababa de ganar. Que una eminencia como él siguiera empeñado en investigar y en formarse a los casi sesenta años nos habla de la calidad humana e intelectual de un hombre que dedicó su vida a mejorar la de los demás.
Quizá esa vocación viajera sea hereditaria pues quienes recogieron ayer su cuerpo fueron sus nietos, que vinieron expresamente desde Canadá, donde viven actualmente.
Y junto a estos maestros ayer también entregamos a sus familiares los restos mortales de Abundio Andaluz Garrido, músico, abogado y solidario donde los haya. Abrazó las causas perdidas, defendió a los nadies, a los ninguneados, a los que solo pueden hablar desde el silencio. Su labor humanitaria en el Burgo de Osma le llevó a la vicepresidencia de la Diputación. Sus profundos valores republicanos y haber sido legítimamente elegido por el pueblo fueron los delitos por los que le asesinaron. Petra, su fiel compañera, como tantas otras guardó silencio sobre el asesinato de su marido durante toda su vida. Fue la mejor forma que encontró de defender a su familia.
De Abundio hay reseñas de periódicos que nos hablan de su labor al frente de la banda de música, de sus conciertos de piano y de su carrera profesional como procurador de los tribunales. Le fusilaron en un traslado a la cárcel de Soria. Su cadáver apareció varios días después. Ante la imposibilidad de trasladar su cuerpo al cementerio de Calatañazor, un pastor le dio sepultura en el campo y marcó su tumba con una cruz de piedra. Gracias a aquella cruz y al testimonio de varios vecinos que vencieron el miedo a hablar, se pudo encontrar la tumba de un hombre que, como tantos de sus compañeros, fue la España que debería haber sido.
Que hoy, pasados más de cuarenta años de la muerte del dictador, más de cien mil personas asesinadas por los golpistas sigan enterradas en las cunetas sin que sus familiares tengan derecho a la verdad, justicia y reparación que toda víctima de una dictadura merece, debería avergonzar a todos los gobiernos que ha tenido nuestra democracia. Que el último de estos gobiernos se vanaglorie encima de haber inutilizado la ya insuficiente ley de memoria histórica al quitarle cualquier asignación presupuestaria indica bien a las claras los valores que defiende. España es el único país que no ha podido juzgar los crímenes de la dictadura que padeció y que sigue negando la posibilidad de que aquellos crímenes puedan siquiera investigarse. Ver a nuestros próceres y políticos llenarse la boca hablando de las víctimas del terrorismo cuando niegan verdad, justicia y reparación a las del franquismo es de un cinismo y una crueldad difícilmente superables. Pero la responsabilidad de este atropello de los derechos humanos y de que aquí no exista una comisión de la verdad no es exclusiva del Partido Popular. El Partido Socialista, en uno de los actos más vergonzosos que ha visto nuestra democracia, ha firmado de facto un pacto de silencio con el PP retrasando y dificultando en lo posible el libre acceso a los llamados secretos oficiales. Viendo esta ignominia, los militantes socialistas asesinados por las tropas franquistas sin duda se estarán revolviendo en sus fosas y en las cunetas en las que siguen enterrados por culpa de los actuales dirigentes del partido por el que dieron sus vidas.
Actos como el de ayer son necesarios para recordar que, pese a lo que nos intentan imponer, en la guerra de España nunca existieron dos bandos sino unos fascistas apoyados por Hitler y Mussolini que dieron un golpe de Estado contra un gobierno constitucional democráticamente elegido y unos demócratas que defendieron ese gobierno legítimo, y que no es verdad que se cometieran barbaridades por “ambos lados” ya que, mientras los crímenes cometidos por los defensores de la República fueron espontáneos e intentaron ser evitados por el gobierno republicano, las atrocidades franquistas obedecían a un plan minuciosamente calculado y llevado a cabo desde las más altas jerarquías para sembrar el terror en las zonas conquistadas. El derecho a la verdad es un derecho que todos tenemos aunque en este país los descendientes de quienes ganaron la guerra nos lo hayan negado y nos lo sigan negando desde las instancias políticas, económicas y desde unos medios de comunicación que, en su inmensa mayoría, están en sus manos. Por eso los cuerpos entregados ayer no son un simple montón de huesos, sino que son el esqueleto de toda sociedad que se pretenda justa, libre y democrática. Defender la memoria democrática es un tema de derechos humanos, un tema que debería ser apoyado por cualquier gobierno que se considere democrático. Sin embargo, en esta España que parece añorar los dorados años de sotanas, tricornios y mantillas, es la sociedad civil quien defiende el derecho a la verdad frente a un poder judicial anclado en el pasado que se parapeta en unas leyes que niegan la justicia. Un homenaje a los maestros represaliados del franquismo como el de ayer no podía cerrarse sin recordar los versos que escribió Hilda farfante, hija de maestros asesinados por la barbarie franquista cuando ella era una niña. En homenaje a ellos Hilda se dedicó al magisterio. En homenaje a todos los familiares de uno las víctimas del franquismo escribió su poema «El grito»
«A mis padres, y a tantos y tantos que, como ellos, aún están en las cunetas.
Grito, en primer lugar por ellos, por su injusta, y terrible y cobarde muerte.
Grito por su miedo, por su dolor, por su juventud truncada, por la vida que no vivieron.
Y grito por nosotros, que nos quedamos aquí sin ellos, pobres, huérfanas, y a merced de sus asesinos que se pasaron cuarenta años insultándoles, pisoteándolos, y diciendo mentiras y más mentiras sobre su vida y su muerte.
Grito y vuelvo a gritar por todo lo que tuvimos que aguantar y que callar.
Y grito por las viudas, las madres y los familiares, que vivieron y murieron con la boca bien apretada para que no se les escapara este mismo grito nuestro.
Y grito por la verdad, su verdad, por la única verdad, “que os inmolaron en estos montes por amar causas justas”.
Y grito por la justicia, por esa justicia que ellos tanto se merecen y nosotros tanto necesitamos.
Y con Miguel Hernández digo:
Que mi voz suba a los montes
Que baje a la tierra y truene
Eso pide mi garganta
Desde hoy y desde siempre.»
Entregar estos cuerpos a sus familiares es hacer un acto de justicia y reparación con unas personas a las que defender la libertad, la justicia y la dignidad les costó la vida. Ayer volvieron, por fin, a casa. Ver a los familiares alejarse del teatro donde celebramos el acto con la urna de su ser querido y su retrato es una imagen que no se puede olvidar. A la salida, uno de esos familiares, Víctor Illa, que fue quien inició todo este proceso al pedir a la Asociación Recuerdo y Dignidad los restos de Eloy Serrano, su tío abuelo, me comentó que le había pedido al alcalde de Cobertelada, donde Eloy había sido maestro, que colgasen su retrato en la escuela del pueblo, y que lo tuvieran allí al menos tantos años como había estado sepultado bajo tierra. Hoy ese retrato cuelga en el aula y los chavales de Cobertelada saben que hace años, muchos años, en su escuela hubo un maestro que dio su vida para que ellos pudieran ser libres.
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