Anarquista, feminista, antropóloga, mística, orientalista, cantante de ópera, libre, aventurera… ¡Y hace más de cien años! Eso es lo que fue Alexandra David-Nèel, una mujer que devoró cada segundo de su vida en una constante búsqueda espiritual que la llevó a ser la primera mujer que entró en la ciudad prohibida de Lhasa, capital del Tíbet, en 1924. Autora de más de 30 libros en los que narra su experiencia mística y sus viajes por los Himalayas, es una referencia para todo aquel que quiera conocer la cultura tibetana y el budismo. “La aventura será mi única razón de ser” decía esta mujer que, cumplidos los cien años y poco antes de morir, solicitó la renovación del pasaporte porque quería emprender un nuevo viaje a tierras tibetanas. Durante su estancia en Tíbet se retiró a practicar la meditación en una cueva a 4.000 metros de altura durante dos años. Los monjes la llamaban lámpara de sabiduría y compartieron con ella hasta las enseñanzas más secretas del budismo tibetano. Tras pasar varios años en Tíbet conociendo la cultura y aprendiendo su lengua en varios monasterios, empeñada en conocer Lhasa, emprendió un largo y durísimo viaje disfrazada de mendiga tibetana. A pesar de que lo que encontró al entrar en la ciudad prohibida, donde pasó varios meses, la decepcionó, supo intuir lo que años después escribiría Kavafis en su poema Itaca. Lhasa fue quien le regaló el viaje a Alexandra, fue su Ítaca, y poco importaba que lo que encontrara al llegar a ella no fuera lo que esperaba. Fue el camino quien le hizo el más bello de los regalos: sentirse intensamente viva: “Para aquél que sabe mirar y sentir, cada minuto de esta vida libre y vagabunda es una auténtica gloria”
Nació en París en 1868, hija de un profesor de ideas anarquistas y una mujer profundamente católica que despertó en Alexandra su inquietud espiritual, desde muy joven manifestó su pasión por conocer y descubrir el mundo. Un amigo de su padre, el anarquista Élisée Reclus la introduce en el anarquismo y hace que se interese vivamente por las ideas feministas que la llevaron a publicar Pour la vie, su primera obra de marcado carácter ácrata. Colaboró en La fronde, periódico feminista administrado cooperativamente por mujeres y participó en varias reuniones del «consejo nacional de mujeres francesas» centrándose en la lucha por la emancipación a nivel económico, según ella causa esencial de la desgracia de las mujeres, que no pueden disfrutar de independencia financiera. Por eso no dudó en alejarse las «amables aves, de precioso plumaje», como consideraba a las feministas de la alta sociedad que olvidaban la lucha económica a la que debían enfrentarse la mayoría de las mujeres.
Su necesidad de búsqueda espiritual la lleva a viajar al norte de África para conocer en profundidad el Islam. Viviendo en Túnez, en 1904 se casa con un ingeniero de ferrocarriles llamado Philippe Néel, a quien estaba unida sentimentalmente desde hacía cuatro años. El matrimonio no duró demasiado y se separaron en 1911, cuando ella emprendió su segundo viaje a la India, que duró catorce años. A pesar de la separación y de que nunca se volverían a ver, mantuvieron una constante correspondencia hasta la muerte de él en 1941. Alexandra se enteró de su muerte por un telegrama. Al leerlo les dijo a los amigos con los que estaba: “He perdido un maravilloso marido y a mi mejor amigo”
Alexandra vivió en una época en la que el mundo todavía tenía secretos, en la que tierras ignotas esperaban la llegada de intrépidos aventureros dispuestos a arriesgar la vida por conocer nuevas fronteras. Era la época de los Burton, Lawrence y los grandes exploradores. Poco o nada le importó a Alexandra que aquel fuera un mundo eminentemente masculino. Ella nunca consideró que ser mujer pudiera ser un impedimento para alcanzar sus metas, a pesar de que tuvo que convivir con el patriarcado en todas las culturas que conoció. Su fuerte personalidad derribaba todos los muros y los aprioris con los que era recibida. En 1910 fue la primera mujer occidental que tuvo una entrevista con el Dalai Lama. Fue allí donde ella decidió ir a Tíbet, adentrarse en el país de las nieves, la tierra de las “gentes de soledad”
Era una mujer de una sensibilidad extraordinaria, con una visión poética de la vida. En su libro “Viaje a Lhasa”, por ejemplo, describe lo que siente al alcanzar la cumbre de Dokar La, una montaña de más de cinco mil metros de altura con estas palabras: “Cuando llegamos al túmulo que marca la cumbre, una ráfaga nos acoge: el beso violento y helado de la austera región cuyo rudo encanto me tiene hechizada desde hace tiempo y a donde ahora vuelvo. Mirando sucesivamente los cuatro puntos cardinales, el cenit y el nadir, repito el boto budista: “Que todos los seres sean felices”. Después iniciamos el descenso”
Su forma de describir su primera impresión cuando, al entrar en tierra tibetana sufre una alucinación, no deja lugar a dudas del amor que siente por esa tierra: “En un recodo del río apareció, de repente, un pueblo construido en el flanco de una montaña. En el borde del camino había también unas cuantas casas. ¿Qué pueblo era éste? No figuraba en ningún mapa y las gentes del país a quienes había pedido detalles de la región antes de partir, no me habían hablado de él. Sus viviendas no se parecían en nada a las de los campesinos. En lugar de granjas y chozas, veíamos casas y castillos en miniatura, rodeados de jardines, que a pesar de sus proporciones reducidas, sorprendían por su aspecto grandioso. Una luz pálida bañaba la extraña aglomeración. No se oían voces humanas ni gritos de animales, pero, de cuando en cuando, el sonido casi imperceptible de un carrillón llegaba hasta nosotros. Nos quedamos asombrados. ¿Estábamos en el Tíbet o habíamos llegado al país de las hadas buenas?”
Alexandra David-Nèel vivió en una época en la que el mundo no había sido dominado por el hombre, en la que el tiempo era más lento, en la que la aventura de lo desconocido llamaba a la puerta, era el tiempo de la búsqueda espiritual, de la necesidad de adentrarnos en ese camino que nos lleva a prender la luz que habita en lo más hondo de nosotros mismos y que, al encenderla, nos permite ver que pertenecemos al Todo, que somos uno y que nada permanece. Era el mundo utopía que años después Hilton describiría como Shangri-La en su novela “Horizontes perdidos”, la Shambhala de la que ya hablaba el Mahabharata donde la paz, el amor y la sabiduría reinan sobre todo lo demás. Quizá en un mundo como el de hoy, un mundo dominado por el vacío y la inmediatez, un mundo donde la mediocridad y la estulticia se veneran y donde el ego nos impide ver la realidad, releer a Alexandra David-Néel sea más necesario que nunca.