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Alfredo Castellón, cineasta, poeta, escritor y, Quijote sin remedio

Le conocí hace unos años, cuando vine a vivir a Madrid. La química con él fue inmediata. Imposible no congeniar con un ser tan sensible y vitalista como Alfredo Castellón. Siempre estaba contento, hablando de los mil y un proyectos en los que seguía trabajando a sus 87 ya cumplidos. Hablar con él era una delicia no solo por su enorme cultura, sino por las anécdotas que tenía de todos cuantos ser han sido en el mundo de la interpretación. No en vano empezó a trabajar en Televisión Española a finales de los años 50, fue uno de los primeros en hacerlo, y dirigió innumerables ESTUDIO 1 y series y programas de tv. Allí trabajó hasta que se jubiló, aunque su verdadera pasión siempre fue la de escribir. De hecho fue María Zambrano, gran amiga suya, quien, como él siempre decía, “me enseñó a pensar y a amar la poesía” Compaginó la literatura (relato, aforismos, cuentos infantiles, teatro, etc.) con su trabajo en tv y con la dirección de dos largometrajes, “Platero y yo”, y la adaptación cinematográfica de “Las gallinas de Cervantes”, de Ramón J. Sender que le valió el premio Europa. Alfredo fue un enamorado de la vida, de la literatura, del cine y, sobre todo, de viajar. Nunca le olvidaré comentándome que había realizado un viaje de dos años dando la vuelta al mundo cuando, de joven, su novia, de la que estaba muy enamorado, le propuso el matrimonio: “No sé si fueron mis ganas de viajar, de no atarme a nada ni a nadie, o la mezcla de ambas cosas, pero lo cierto es que fue proponerme ella el matrimonio y salir yo a dar la vuelta al mundo” Con aquella novia mantendría una estrecha relación de amistad que ha durado toda su vida, una vida que se ha truncado esta semana en el hospital Ramón y Cajal de Madrid.

Presionado por su padre, de joven se matriculó en derecho, aunque fue el cine quien se adueñó de su vida. Su amistad con Berlanga hizo que Antonioni le aceptase como meritorio en un rodaje en Roma, donde acabó la carrera de cine que había comenzado en Madrid y conoció a María Zambrano. Oírle hablar de su admiración por ella es algo que no olvidaré nunca. Si bien Alfredo era una de esas personas que irradian luz, era ponerse a hablar de ella y todo su ser cobraba un nuevo brillo capaz de iluminarlo todo. Su relación con el cine fue temprana y se inició cuando una tía suya fue contratada como taquillera de un cine: “tuve un auténtico golpe de suerte: mi tía Carmen, hermana de mimadre, pasó a ser la taquillera del Monumental Cinema y me facilitaba las entradas gratis. Eso sería alrededor de 1942. Más tarde, con otros amigos, empecé a frecuentar otros cines, y las películas se convirtieron en un auténtico tesoro” Esa pasión por el cine la compaginó por la que sentía por el atletismo, en el que llegó a ganar varios campeonatos de Aragón.

Su juventud no fue una juventud fácil y tuvo que trabajar para pagarse sus estudios: “Luis García Berlanga era muy amigo de Michelangelo Antonioni, que estaba rodando “Las amigas”. Me dio una carta de recomendación y se la llevé. Me quedé un tiempo de meritorio, y yo tenía que pagármelo todo, como hice también en diversas épocas en París, donde recogí papel con un carrito por las casas para un empresario catalán. En muchas ocasiones sobreviví como pude, con el papel, con otros trabajos… En Roma trabajé de camarero, hice compañía y cuidé a ancianos, aceptaba todos los trabajos que me ofrecían mis amigos…”
Su verdadera pasión fue el viaje, una pasión que se apoderó de él a través de la lectura: “Mi padre no era un hombre de estudios, pero leía mucho, sobre todo libros de aventuras: Emilio Salgari, Blasco Ibáñez y algún libro de Nietzsche, en particular “Así habló Zaratustra”, que era muy popular. Creo que mi afición a viajar, que ha marcado toda mi existencia, nació de mis lecturas de Blasco Ibáñez. Me atraía la fantasía, y la encontraba en las páginas donde nadie la veía”.

Alfredo era un hombre sensible que vivió su vida de forma apasionada. Dirigiendo son muchos los que le recuerdan como un hombre de carácter que tenía las cosas muy claras y que, sin duda, prefería quedarse en el set para dirigir de cerca a los actores en lugar de subir a realización como hacían los demás. Realmente su escuela como director de tv fue de las que dejan huella ya que los programas, en la primera época de la televisión, no se grababan sino que se emitían en directo. El teatro le había enseñado todos sus secretos. Era el medio en el que se sentía más cómodo, bien fuera escribiendo o dirigiendo. Lo amaba sin mesura. La censura fue una de las constantes enemigas de su trabajo. Hasta su «Platero y yo» sufrió los temidos recortes de la censura franquista. Sobre su talante político no hay más que ver los autores a quienes escogía para representar o para biografiar: Unamuno, Sender, Juan Ramón, Azorín, Machado…

A la edad a la que le conocí el fuerte carácter del que me habían hablado algunas de las personas que habían trabajado con él, había dado paso a una deliciosa personalidad donde el sentido del humor, la ironía y, sobre todo, la ternura, irradiaban todo lo que hacía. Amante de su soledad, de sus paseos y del conocer paisajes y gentes, era un conversador exquisito capaz de mantener tu atención en todo cuanto te contaba. ¡Qué vida la suya! ¡Con qué fuerza defendió siempre su libertad y su independencia! Dedicó los últimos años de su vida a poner en orden sus papeles y los libros que todavía estaban inacabados. Pocos días antes de su muerte presentó el último, «Mis apólogos»

Él, que lo fue todo en el mundo de la televisión, veía con profundo desagrado lo que hacen las cadenas hoy en día: «Las privadas han denigrado este medio, la fuerza del capital es demasiado fuerte y eso ha hecho que la programación cultural haya desaparecido de la parrilla, algo que no se debe consentir en un medio público» Recuerdo que una de las frustraciones que tenía era la de no haber conseguido que TVE se interesara por reeditar y comercializar en fascículos una serie que había hecho en los años 80, “Mirar un cuadro”, en la que cada capítulo estaba dedicado a una persona del mundo de la cultura que elegía un cuadro con el que se sintiera especialmente identificado para comentarlo ante la cámara evocando lo que ese cuadro le sugería.

Su fama de galán le precedía allá donde iba, pero él, sabio como era, siempre soltaba una sonora carcajada cuando alguien la mentaba. Amores tuvo, y sin duda muchos más de los que se conocen, pero lo cierto es que ninguna mujer consiguió apartarle de su vocación de viajero y de su inquebrantable amor por la independencia y la soledad. Vivía en soledad, pero nunca estaba solo. En su corazón seguían viviendo todas las personas que se cruzaron por su camino. Recuerdo que una de las últimas veces que le estuve con él fue cuando le llamé para ir a ver a Irene Escolar en el monólogo sobre García Lorca que estrenaba en la Residencia de Estudiantes. Aquella fue una tarde inolvidable, no solo por la fantástica interpretación que Irene hizo de Lorca, sino porque, al acabar, cuando les presenté, Alfredo le dijo que verla en el escenario le había recordado a su abuela y a su bisabuela, a las que había dirigido antes de que ella naciera. Fue un encuentro lleno de magia entre el relevo de la juventud de una saga familiar dedicada al teatro desde hace generaciones, y uno de los últimos mohicanos de una época de oro de la televisión en la que las personas importaban más que los beneficios y la cultura más que la audiencia.

Hoy, cuando vivimos en un mundo de pragmáticos y mediocres Sanchopanzas en el que las cadenas son esclavas del share y los espectadores de la sinrazón de una sucesión ininterrumpida de giros y hechos que le impiden asimilar las cosas y pensar, Quijotes como Alfredo Castellón son más necesarios que nunca. Doy gracias a la vida por haberme permitido conocerle.

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