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Eduardo, domador del tiempo

La muerte de Luis Eduardo Aute nos ha dejado huérfanos. Sus canciones acunaron nuestros primeros amores, nuestros grandes amores y también los últimos. Su palabra siempre lúcida, honesta y comprometida ha guiado nuestros pasos durante décadas que han sido milenios. Sus versos y sus poemigas han quitado el velo con el que el mundo había tapado el espejo donde podíamos ver nuestra insignificancia. Su elegancia y esa belleza que siempre persiguió sin saber quizá que habitaba en sus manos y en todo cuanto hacía, nos ayudaron a no naufragar en este océano de fealdad, que no de feísmo como a él le gustaba señalar, en el que estamos inmersos. Ese tempo pausado, que no lento, con el que no solo lo hacía todo, sino con el que vivía, nos enseñó que se puede vivir nadando contra la corriente de la superficialidad y la inmediatez con la que nos adocenan. En los tiempos del macho desbocado él eligió ser un hombre sensible. Hoy que buscamos nuevas masculinidades nos damos cuenta de que en él la tuvimos siempre delante y no supimos verla. Eduardo era así, capaz de enseñar desde el silencio y sin siquiera quererlo. Siempre supo que solo el amor nos redime y puede dar sentido a lo que somos. Su ilimitado universo creativo le invitaba a la soledad mientras su cálida forma de ser y su permanente ternura le llevaron a construir una casa con perros y sin puertas donde la amistad, la verdadera amistad, tenía su refugio. Nunca aprendió a decir no, y sospecho con fundamento que fue porque nunca quiso aprenderlo. Curioso por naturaleza y vocación y sempiterno niño de alma y corazón, posiblemente «no» es la única palabra que no aparecerá en el diccionario de su vida. Su generosidad y su bonhomía le hicieron decir siempre sí. Sí a ayudar a quien lo necesitaba, sí a embarcarse en cualquier proyecto o aventura que pudiera acercarnos la belleza, sí a echar esa mano de dedos bellos y finos a quien la pudiera necesitar. Nunca le importó que quien le pidiera algo fuese alguien a quien ni siquiera conocía. Si podía darlo, Eduardo lo daba. Le salía del corazón, ese corazón que un día ya perdido en el tiempo se paró de tanto amar.

Mis recuerdos de Eduardo son de luz y de sí. De luz porque iluminó la oscuridad de muchas de mis noches y de sí porque es como siempre respondió a cuanto le pedí. Hace ya años, muchos años, compartí con él un sueño: reunir en un pequeño escenario a actores, actrices y cantantes para, en riguroso acústico y solo frente a un centenar de personas para que pudieran sentirlo como un susurro, desgranar un puñado de canciones y versos. Eduardo me dijo que sí, que contara con él. Aquel sueño no llegó a buen puerto por problemas de agendas, fechas, tiempos y espacios, pero desde aquel día sigue vivo en mi alma. Infinidad de veces le pedí que apoyara solidariamente esta o aquella causa. Eduardo siempre me dijo que sí, que contara con él. Recuerdo cuando le llamé para invitarle a sumarse al homenaje a Miguel Hernández que estábamos organizando en Madrid desde la Unión de Actrices y Actores y el Instituto Cervantes en el que durante doce horas seguidas leímos sus poemas, cantamos sus canciones y vimos su teatro. Eduardo no solo me dijo que sí, que contara con él, sino que me pidió que eligiera yo el poema que quería que leyese. El último favor que le pedí fue que participase en otro de mis sueños: hacer el programa de televisión que a mí me gustaría ver, una charla informal entre amigos sobre temas de actualidad sin guion previo ni preguntas pactadas o vetadas, dejando, simplemente que la conversación fluyera. Alumnos y profesores del CEV me acompañaron solidariamente en aquella aventura. Era 2014. Él fue el primero a quien llamé cuando todo aquello no era más que una entelequia que, como tristemente así fue, jamás encontraría acomodo en las parrillas de las principales televisiones públicas o privadas de este país. Eduardo me dijo que sí, que contara con él. El proyecto de programa se llamó “Charlando con…” aunque, por quienes iban a participar en él, hubiera sido más apropiado llamarlo “Con mano izquierda…”

En un momento de la charla que grabamos en su estudio le dije que el papel de nuestra generación no había sido demasiado ejemplar precisamente ya que la mayoría de los referentes de los jóvenes del 15-M pasaban de ochenta años. Me encantó su respuesta. Desde su innata humildad dijo: «hombre muy mal, muy mal no lo hemos hecho, mal sí, pero al menos les dejamos el espíritu de lucha, de no rendirse…» Hoy, al mirar atrás, sé que no lo hiciste mal, Eduardo, nada mal. Nos mostraste que en este mundo de fealdad y sinsentido se puede vivir siendo coherente con uno mismo, se puede hallar la belleza, se puede dar sin esperar nada a cambio, se puede vivir sin hacer mal a nadie ni pisar a los demás, se puede amar… y nos enseñaste que, a pesar de los pesares, hoy es posible tener tu propio tempo, un tempo alejado de las prisas y las inmediateces, de las urgencias y las estupideces. Tu lucidez, tu inquebrantable sentido del humor y tu sensibilidad te llevaron a domar el tiempo que te, nos, tocó vivir.

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