Decía el inolvidable Vinicius de Moraes que había compuesto una de sus mejores canciones paseando por la playa con su gran amigo Toquiño en una tarde de total “vagabundaje”. Sin duda Vinicius era un ser sabio y enamorado de la vida que sabía disfrutar de la eternidad que habita cada instante. Pocos pueden haber tenido una vida tan intensa como la suya, y pocos, muy pocos, habrán podido saborearla y disfrutarla como él. Toda la magia y la poesía viven en la palabra “vagabundaje”, una forma de entender la vida que se aparta por completo de lo que el resto de mortales solemos hacer. ¿Cuánto hace que no te dedicas una tarde? ¿Cuánto hace que no estás contigo? ¿Cuánto? Vivimos presos de un ritmo de vida que nos arrastra de aquí para allá en un sempiterno y loco correr que, cada día, nos aleja más de nosotros mismos y de lo que somos. Poco importa adónde vayamos, lo único cierto es que ese ir y venir nos aparta de nosotros, de nuestra vida interior, de nuestro yo más profundo. Agobiados por el trabajo, cuando lo tenemos, o por su falta, que hoy suele ser lo habitual, pasamos la mayor parte de nuestro tiempo intentando llegar a fin de mes sin haber dejado demasiadas facturas por pagar. Hipotecas o alquileres son esas cadenas de papel que nos esclavizan en un mundo donde todo es precario, inmediato y superficial. Parece que nuestras vidas deban limitarse a trabajar toda la semana para ir el sábado al supermercado y dedicar el domingo a acabar las cosas que siempre tenemos pendientes. Si repasamos nuestra agenda vemos un sinfín de reuniones, llamadas o gestiones que prometían ser importantes y rara vez lo fueron, pero no vemos nunca un espacio deliberadamente reservado para nosotros, para nuestra soledad. Debemos aprender a concertar citas con nuestra soledad. ¿Cómo es posible que no tengamos previsto dedicarnos aunque solo sean diez minutos al día? ¿Tanto nos cuesta reservar diez minutos para meditar cada mañana o dejarnos libre una hora del día para leer un buen libro o escuchar esa música que tanto nos gusta? Y si somos incapaces de dedicar tiempo a nuestra mente, a nuestro espíritu, lo mismo ocurre con el espacio en el que vivimos: nuestras casas están orientadas a satisfacer las necesidades de nuestro cuerpo, no de nuestra mente, por eso tenemos una habitación donde preparamos la comida que nuestro cuerpo necesita, donde la comemos, otra donde nos lavamos, una más donde dejamos que nuestro cuerpo duerma y se recupere para el siguiente día… hay incluso quienes tienen un gimnasio para mantener su cuerpo en forma, pero ¿qué lugar de la casa está reservado para nuestra mente, para que podamos meditar o estar solos en silencio?
Este mundo está empeñado en impedir que podamos dialogar con nosotros mismos. Quizá por eso dediquemos tantas horas a navegar por las redes sociales compartiendo nuestra soledad con otras personas que, seguro, tienen la misma sensación de vacío y sinsentido que tenemos nosotros. Ir en tren, metro o autobús por cualquiera de nuestras ciudades es una experiencia desoladora. No hay viajero o viajera que busque interrelacionarse con los demás, nadie quiere el contacto con nadie. Vamos de un sitio a otro como auténticos zombies, pegados a la pantalla de nuestro móvil ajenos a cuanto ocurre a nuestro alrededor en ese mundo real donde ya no hay sonrisas ni miradas. Y, posiblemente, en cuanto tengamos de nuevo cobertura o lleguemos a casa, subiremos noticias, fotos o comentarios a las redes de ese océano digital del que no somos más que sus náufragos. No sé adónde nos llevará el camino que hemos emprendido. De momento veo que hemos cambiado abrazos, caricias o miradas por un puñado de “me gusta”. Y no me gusta.
Por eso recordar la sabiduría de seres irrepetibles como Vinicius y elogiar el placer y necesidad de la lentitud en este mundo de urgencias y prisas se está convirtiendo en una necesidad vital. Tomarnos unos días para ir al campo; para disfrutar de la tranquilidad de un balneario y dejarnos acariciar por sus aguas termales; salir a pasear sin hora, rumbo o destino; tumbarnos en un parque a escuchar crecer la hierba; contemplar una puesta de sol o la inmensidad del cielo nocturno; leer un poema, escribirlo o, mejor aún, vivirlo; escuchar un buen concierto; acercarnos al silencio de cualquier monasterio donde los monjes aún canten gregoriano; dejar que hable esa voz que vive en nuestro interior, escucharla; abrazar a la persona a la que amamos, dejar que su mirada detenga el tiempo…