En un mundo dominado por la estulticia de la inmediatez y la idiocia del egoísmo cada día es más fácil perderse y no encontrar nuestro camino. Son tantos y tan variados los estímulos que recibimos a lo largo de nuestra vida que cuesta darse cuenta de que no son más que orejeras que nos impiden ver que vivir, que la vida, es más, mucho más, que lo que hacemos día sí y noche también. Nos pasamos la vida persiguiendo un futuro que no existe cegados por unas promesas que nadie cumplirá y, para apaciguar nuestro amargo desencanto nos refugiamos idealizando un pasado que, cuando fue, dejamos escapar como arena entre los dedos convencidos de que lo mejor estaba por venir. Todo nuestro mundo está orientado a que no vivamos de verdad nuestro aquí y nuestro ahora y basado en una gran mentira, la de creer que todo lo que te propongas está a tu alcance y que basta con quererlo para alcanzarlo. Y así vamos, como burros detrás de la zanahoria que han colgado frente a nuestros ojos.
Sin embargo, a veces, la vida es generosa y te regala un buen baño de muerte que te quita de golpe las orejeras y te enseña a ver que la vida, la verdadera vida, no es la que habías estado viviendo hasta entonces. En mi caso el maravilloso regalo que me hizo la vida fue que tuviera un infarto antes de cumplir los cincuenta. Superarlo y que no me dejara secuelas ha sido algo que me ha ayudado a restablecer las prioridades que, inmerso en la gran mentira en la que vivimos, había perdido. Cuando le ves la cara a la parca, cuando te das ese baño de tumba te das cuenta de que todo puede acabarse, y posiblemente acabará, cuando menos lo esperes y de la forma que menos puedas esperar. Y es entonces, en ese momento cuando miras a tu alrededor y te das cuenta de que vivir no era esto, y miras atrás y ves la cantidad de caminos que rechazaste por seguir uno que ni era el bueno ni, probablemente, elegiste tú. Cosas aparentemente sin importancia ni valor en esa gran mentira en la que nos han obligado a vivir como un abrazo, una caricia, una mirada o un silencio recuperan la importancia que las prisas diarias y las urgencias permanentes les robaron. Es entonces cuando te das cuenta de que lo importante no era recibir, sino dar, darte a quienes tienes a tu alrededor. Y ves la cantidad de oportunidades que has perdido de dar, de darte. Son tantos los abrazos que no diste, las sonrisas que ahogaste, las escuchas que negaste, las palabras que silenciaste… Sí, son tantas las oportunidades que perdemos de darnos a los demás.