Son madres, aunque les robaron el bebé que tuvieron; son madres, porque no han dejado de buscarlo un solo día; son madres, aunque saben que quizá nunca lo encontrarán. Son miles, cientos de miles las madres de bebés robados; son miles, cientos de miles las madres que tienen un hueco en el alma. Todo empezó hace cerca de ochenta años cuando, en los estertores de la guerra, militares, doctores, curas y monjas idearon la ignominia de acabar con la resistencia antifranquista robando los bebés de las madres republicanas para dárselos a familias adeptas al régimen. El doctor Antonio Vallejo-Nágera, nazi confeso que argumentaba que los izquierdistas tenían un gen rojo y que suponían la degeneración de la raza hispánica, utilizó el Auxilio Social, organización del régimen encargada de dar protección a los huérfanos de guerra, para iniciar una práctica que perduraría durante décadas. Que los bebés no fueran huérfanos poco o nada importaba, lo fundamental era proporcionar a los adeptos al régimen niños y niñas que serían educados conforme a los criterios franquistas y los preceptos de la Iglesia que había apoyado la cruzada franquista. Ese fue el origen de todo. Estando la Iglesia de por medio, no podía ser de otra manera, disfrazaron su crimen de caridad, esa caridad cristiana mal entendida que tanto daño ha hecho. En cuanto los bebés nacían eran apartados de la madre a la que decían que el pobrecito había muerto. Si la madre pedía ver a su hijo le decían que ya le habían dado cristiana sepultura y que lo habían hecho para ahorrarle el sufrimiento a ella de ver a su hijo muerto y tener que soportar el dolor del entierro. Por la puerta de atrás, estando aún las madres en el hospital, matrimonios felizmente casados y con desahogada posición económica salían con su recién adquirido bebé en brazos. Conscientes de la ilegalidad de lo que estaban haciendo, algunas de esas madres adoptivas llegaron a fingir incluso su embarazo llevando un cojín en la barriga cada vez que salían a la calle. Falsos certificados de defunción, ataúdes vacíos y registros desaparecidos es lo que queda del robo de miles de bebés que se ha producido en este país durante años.
Nadie puede saber a ciencia cierta de cuántos bebés hablamos porque la práctica iniciada tras la guerra se prolongó durante toda la dictadura y los primeros años de la democracia. Si inicialmente el móvil de este crimen fue preservar los principios de nacionalcatolicismo franquista, el paso de los años fue dejando paso al puramente pecuniario. Habiendo creado una red de robo de bebés de ámbito nacional costó poco engrasarla con dádivas y sobornos para acabar con la venta de bebés. Fueron muchos los médicos, enfermeras y monjas que se beneficiaron de esta práctica durante décadas. En más de un caso se ha llegado a denunciar que incluso tenían el cuerpo de un bebé congelado que mostraban a las madres para demostrar que había muerto.
¿Cómo es posible que una atrocidad como ésta haya podido llegar a producirse? ¿Qué mente puede haber concebido y participado de un crimen como éste? ¿Cómo pudo llegar hasta nuestra democracia? Son muchas las respuestas pero hay una que sobresale por encima de todas las demás: nunca se quiso investigar. Cuando los primeros casos empezaron a aparecer, bien por propia confesión de los padres adoptivos o bien por fundadas sospechas que llevaron a esas madres a exhumar fosas para comprobar la existencia de los restos de sus hijos en los ataúdes, los jueces prefirieron mirar a otro lado. Acusaron a esas madres de locas. Reconstruir lo ocurrido hace veinte, treinta o sesenta años es difícil, pero mucho más si todo se ha cubierto con un manto de silencio y ocultación de pruebas.
Recientemente hemos visto el primer juicio a uno de los médicos que participaron en el robo de bebés, el doctor Eduardo Vela. Aunque la Audiencia provincial de Madrid le consideró culpable, no le condenó porque, a su juicio, el delito había prescrito ya que desde la fecha en que la denunciante (Inés Madrigal, robada en cuanto nació) cumplió la mayoría de edad y la fecha en la que interpuso la denuncia habían transcurrido veinticinco años. De nada le sirvió argumentar que sus padres adoptivos solo le habían dicho que era adoptada cuando cumplió la mayoría de edad y que no fue hasta 2010 cuando, al enterarse de la existencia de bebés robados, su madre le confesó que ella era uno de ellos. Es terrorífica la frialdad con la que se escudan en leyes y plazos quienes juzgan casos como este, pero mucho más la de quienes no han admitido las miles de denuncias presentadas amparándose en la prescripción de los hechos o la falta de pruebas. “La Sala es consciente del desgarro que las conductas enjuiciadas ocasionan a las víctimas de los mismos. Sin embargo, aun cuando los tratados internacionales sobre la materia fijaran la imprescriptibilidad de los delitos contra la humanidad, esa exigencia que ha sido llevada a nuestro ordenamiento jurídico interno tiene una aplicación de futuro y no es procedente otorgarle una interpretación retroactiva por impedirlo la seguridad jurídica y el artículo 9.3 de la Constitución y los artículos 1 y 2 del Código Penal”
El nuestro es el único país que no ha podido juzgar los crímenes de la dictadura que padeció. Una ley, otra, la de amnistía de 1977 ha sido la excusa esgrimida para no juzgarlos. De poco o nada ha servido que organismos internacionales como Naciones Unidas hayan pedido que esa ley se revoque, como tampoco de nada ha servido que, al amparo del principio de la justicia universal para crímenes de lesa humanidad que no pueden ampararse bajo ninguna ley y que no prescriben, la jueza que instruye la querella interpuesta por víctimas del franquismo en Argentina haya pedido la extradición de torturadores franquistas como Billy el niño porque la hemos denegado argumentando que las torturas de ese policía fueron actos aislados y no un “ataque sistemático” contra determinados individuos, por lo que también habrían prescrito.
Verdad, justicia y reparación es lo que exigen las víctimas del franquismo y las madres de bebés robados. Ni verdad, ni justicia, ni reparación les ha dado nuestro país tras cuarenta años de democracia. Ante el atropello judicial que padecían, las madres llevan años exigiendo no ya verdad, justicia y reparación, sino que el Estado, directo responsable de lo que ha ocurrido con ellas durante décadas, cree una base de datos centralizada donde madres o hijos robados puedan buscarse, que se haga cargo de las preceptivas pruebas de ADN para comprobar la filiación biológica y que se instituya una fiscalía especializada en bebés robados que pueda investigar cada caso ya que hasta ahora han tenido que ser ellas personalmente quienes lo hacían y se han encontrado con que los sospechosos de haberles robado a sus hijos les han interpuesto multitud de querellas que les han impedido proseguir su investigación. Esta semana el Congreso de los Diputados ha aprobado, al fin, una proposición de ley que recoge las demandas de estas madres. Habrá que ver en qué queda finalmente la ley cuando se promulgue pero, cuando menos, constituye un primer paso para que estas mujeres y los hijos que les robaron obtengan la justicia que merecen.
Conocer a estas madres, escuchar su relato, ver que no han dejado de amar ni un solo día a los hijos que les robaron, es algo que te llega a lo más hondo. Hace unos meses un grupo de ellas, agrupadas en torno a la Asociación SOS BEBÉS ROBADOS MADRID, vinieron a la parroquia de San Carlos Borromeo para hacer algo muy especial para ellas. Habían quedado con Rafa Sánchez, músico comprometido donde los haya, para escribir, juntos, la nana que les hubiera gustado cantarle a su bebé. Era tanto lo que sentían y tanto lo que recordaban y anhelaban que compusieron la nana en una sola tarde. Unos jóvenes amigos del CEV que dominan las cámaras y saben de amores vinieron a grabarlas. Nunca olvidaré cuando una de ellas, que lleva más de cincuenta años buscando a su hijo, me dijo que cantar aquella nana daba sentido a su vida porque sabía que, aunque jamás llegara a encontrar a su hijo, había podido decirle todo lo que había guardado durante tantos años y que aunque ese hijo nunca llegara a saber que ella era su madre, quizá escucharía algún día la nana que, al fin, había podido cantarle.